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Identidad y Tradición

La comunidad y lo político: ¿qué es una aristocracia?

La comunidad y lo político: ¿qué es una aristocracia?

Pío Filippani-Ronconi

 

     Al responder una pregunta de esta naturaleza es preciso considerar tres aspectos del problema que constituyen otras tres dimensiones de éste: En qué consiste una aristocracia; como se ha constituido en el transcurso de la historia, cuantas y qué tipos de aristocracia pueden existir en una sociedad orgánicamente estructurada y, por encima de estos aspectos, a qué principio, a qué entelequia, obedece un complejo humano para formarse y afirmarse como aristocracia en el seno de una particular sociedad. Dado que aquí se trata de diferentes géneros de aristocracia, el problema debe afrontarse de forma algo diferente a como se plantea, por ejemplo, en el libro IX de la República de Platón, en el que las clases de la sociedad y sus posibles gobiernos representan otras tantas funciones «naturales» que se ejercen como oligarquía, monarquía, democracia y sus posibles alteraciones, como tiranía, demagogia, etc., que en la ciudad griega se pueden afirmar como estados alotrópicos de una sociedad esencialmente homogénea, también cuando presentan alguna analogía y solidaridad con una clase particular de otra pólis.

     En nuestro mundo de Occidente, el concepto de «Nobleza», más que una categoría política dependiente de la división de la sociedad en diferentes clases como la sociedad india que estaba repartida en las tres castas de los brâhmana, los sacerdotes o flamines, los ksatrîya, o guerreros y nobles, y los vaiśa, es decir, los campesinos-ganaderos y los comerciantes, connota una categoría social que se presume superior alas otras clases en base a unas particulares virtudes morales, valor, inteligencia, incluso belleza física y, sobre todo, por el ejercicio cotidiano de tales virtudes, en particular aquellas que exigen un extraordinario valor físico y fidelidad a la palabra dada. La nobleza, antes todavía de constituir una categoría social, representa la «dimensión vertical del hombre interior», la tensión hacia lo alto, la voluntad de superar la condición animal y en un continuo desafío al mundo, el sentirse fuente de la propia fantasía moral, del propio «deber».

      Por el contrario, «Aristocracia» es la puesta en función del «ser noble» como fundamento de una clase particular, que se arroga la guía de una determinada sociedad política, en función de sucesos históricos pretéritos en los que resplandece la particular capacidad, sabiduría (o locura), valor e inteligencia política de este solidario grupo social «aristocrático».

     Mientras que «nobleza» es un concepto cerrado: «Se nace noble, no se llega a ser», la aristocracia, por el contrario, opera como poder aglutinante de «nobles» concretos y ejerce la función de renovar la clase nobiliaria, mediante la cooptación de elementos «potencialmente nobles» particularmente dotados de capacidad de mando, inteligencia política y fidelidad. «Nervio y tensión»[1], como dicen los españoles, es la condición para ser cooptado: la adlectio a la clase senatorial de los antiguos romanos. 

     Toda aristocracia nace a su manera y se afirma, o bien como simple clase nobiliaria que degeneración en generación está obligado a hacer valer el componente «biológico» de su «sangre azul», so pena de decadencia y retroceso social, o bien se forma en las sociedades más complejas, como asociación entre diversas noblezas locales y las funciones ejercidas por éstas en diferentes ámbitos. Así, teníamos en la Francia del ancien régime al menos tres noblezas diferentes, unidas en el servicio a la Corona como una aristocracia unitaria: La nobleza «de la espada», la nobleza «de la toga» y la clase de los grands fermiers de l’État, cuyos diferentes «grados de nobleza» determinan las funciones de gobierno y los matrimonios recíprocos en el ámbito social. Si nos referimos al origen más remoto de la aristocracia en la Europa sudoccidental, por tanto al periodo inmediatamente posterior a las irrupciones bárbaras en las tierras del Imperio romano, en particular en la Galia y en Hispania, veremos como tiende a reformarse una aristocracia, formada a partir de la clase naturalmente nobiliaria de los jefes «bárbaros», la Ur-adel alemana, junto a la superviviente aristocracia local de los comites de origen militar-administrativa, destinada a retomar la dirección del nuevo Estado una vez pasada la marea, dependiente del nuevo soberano, portador de una realeza de origen mítico-mágica. Se está, junto a los reyes godos descendientes de Balto y a los soberanos «odínicos» de burgundios, longobardos y anglo-sajones (por no mencionar los orígenes mágicos de los YnglingaR escandinavos), la consagración mística de los Merovingios, especialmente de Childerico y Clodoveo, cuyo poder real tiene sus orígenes en Merowech, nacido de la mujer real de Clogo ¡Violada por el dragón surgido del mar! Este extraño, monstruoso, mito, que en el periodo cristiano subsiguiente continuará consagrando a los Merovingios a la realeza, será el obstáculo que detendrá al Papa a la hora de  consagrar el reino al carolingio Pipino III, hijo de Carlos Martel «junto a sus hijos», en base a un legítimo derecho dinástico. Podían ser rey, aclamados tales por los jefes de las fare germánicas, pero por usurpación, que se legitimaba en función del poder natural de los conquistadores, esto es, del la nobleza natural de la sangre, de la cual, en la perspectiva bárbara, los jefes se sentían portadores.

     La consagración al reinado cristiana constituía en el fondo una trasgresión y un abuso desde el punto de vista de la legitimidad antigua, la de Meroveo, que era el de una sangre particular a la cual los francos atribuían el poder que otorga la victoria.

     Al observar la formación de las noblezas locales de evidente origen bárbaro, unidas a los restos de las aristocracias romano-bizantinas locales, por ejemplo en Francia y en la Lombardía italiana, resulta evidente que rápidamente adoptasen el modo de vida latino y, si bien continuaban profesando el derecho hereditario en el ámbito de los grupos nobiliarios (¡en el campo!), en la ciudad se convirtieron en señores, aunque según las formas bárbaras de un Rotario, y patrocinadores del derecho romano, que entre otras cosas garantizaba la «paz» en el ámbito ciudadano.

     Se trataba de la usual «esquizofrenia jurídica»  tan en boga en el Alto Medioevo por la que todo, según el lugar donde se encuentra o la compañía que lo escolta, profesa un derecho u otro totalmente diferente; el derecho profesado jugaba el papel, en aquellos tiempos, de un documento de nacionalidad. Por ejemplo, está el caso de la Matilde de Toscaza, que era princesa carolingia en Francia, marquesa longobarda en Italia y patricia romana ante el Papa.

     Un elemento distintivo bárbaro que caracterizó, posteriormente, una costumbre de todas las aristocracias europeas a fines del siglo XVIII fue el portar espada, que según el uso bárbaro caracterizaba al arimán, u hombre totalmente libre, que podía recurrir a ella para hacer valer su buen derecho, cuando no existiese o n reconociese un tribunal apto para dirimir sus pleitos. El romano y el griego se consideraban libres y protegidos, precisamente porque podía dejar las armas estando entre los suyos. Por el contrario, el bárbaro exhibía la espada en su residencia «burguesa» (cuando no iba armado con la frámea, la francisca, el scramasax, la daga, etc.) para demostrar que estaba preparado para defender su buen derecho y a todos aquellos que recurriesen a él para ser defendidos: en particular «la viuda y el huérfano». Del orgullo derivado del ser consciente de la propia peligrosidad social, el noble antiguo extraía como el sentimiento de una misión que se le ha encomendado precisamente por que él era portador de «una sangre especial», el oscuro sentimiento de pertenecer a una raza destinada a «enderezar las cosas torcidas de este mundo». Este impulso, que formaba parte del «sentimiento romántico de la existencia» propio tanto de las gentes del boscoso Norte como de la árida Castilla y de la opulenta Francia, está consagrado por infinitas sagas escandinavas y tantos otros ciclos de aventuras. De ahí nace aquel modo de vivir, convertido –por el influjo de la Iglesia– en «noble vivir», que es la Caballería: Aquel estar siempre dispuesto a jugarse el todo por el todo, no por obtener nada, sino por afirmar un principio, al límite, «el combatir por combatir», el gusto del torneo –si no había nada mejor– donde las heridas eran seguras y la ganancia nula, si se exceptúa la estima universal por el comportamiento valeroso y la admiración de las damas. En la Caballería se expresa la quintaesencia del sentimiento aristocrático de la existencia y es curioso constatar que el ejercicio de un uso, en conjunto brutal, que en sus orígenes era algo exclusivo de bandas de cadetes franceses y alemanes privados de bienes por razón del mayorazgo, por tanto sin oficio ni beneficio, se haya transformado muy pronto en el arquetipo del vivir aristocrático, de modo que el caballero es en realidad el antepasado ideal del gentilhombre. Lo que resulta sorprendente es que la Caballería haya exaltado la figura de la mujer, como principio espiritual de la existencia, en una época en la cual la fuerza bruta era el sumo valor en la sociedad. «Force passe droit» decía Simón de Montfort en el asedio de Tolosa (1213) durante la «Cruzada» contra los albigenses, mientras la Provenza, donde se encontraba combatiendo, y toda Europa descubrían –y no sólo a nivel religioso –los valores espirituales de la belleza, de la poesía, del sentido místico de la realidad representado por la presencia de la mujer, sobre los que se funda la sociedad y, en particular, la nobleza que representa su vértice natural. La Caballería, de la que nos limitamos a describir sumariamente algunos caracteres, fue en verdad un fenómeno paradójico como lo fueron los diferentes movimientos –estos religiosos– del Alto Medioevo.

     Producto exquisito de una madura aristocracia, mantiene siempre sin mengua el ansia de poder y la tensión hacia el dominio material de todas las aristocracias. Ejemplo, también social, de la nobleza más absoluta –antes de todo torneo el heraldo controlaba la autenticidad de los títulos y de los escudos de armas– estaba teóricamente abierta a su vez a quien tuviese el valor y la «nobleza innata» para cimentarse en el difícil papel de vivir «como un caballero». En campo abierto y durante la batalla, el caballero obedecía a su rey, salvo que –pasada la batalla– el rey rogase humildemente a su caballero el reconocerlo como caballero y, por tanto, hacerle de padrino en el denominado «adobbamento», es decir, la ceremonia iniciática con la que centraba en la Orden: baño purificatorio, vela de armas, misa con comunión, «bofetada» y «pescozón», última injuria que había que soportar antes de ser armado caballero. Fue  precisamente éste el procedimiento al que se somete Francisco I, el vencedor de Marignano (1515), para ser armado caballero por el noble Bayardo, «espejeo de la Caballería». En realidad, se trataba de un rito exotérico, de modo que la Iglesia llegó a reconocerlo, considerándolo como el «octavo sacramento». En este sentido, la aristocracia trasciende los propios límites nobiliarios para afirmarse en la Caballería como arquetipo puro y simple de una disciplina de vida que extrae su razón de ser de un ámbito espiritual. Pero no es únicamente en la Europa violenta y soñadora del Medioevo en la única que aquella conoce esta extraña forma de iniciación viril. Ya en la antigüedad germánica existían las denominadas Männerbünde, «Ligas de Hombres», que Tácito recuerda como los antrustiones, que juraban fidelidad a un Jefe de reconocido valor para una expedición de guerra, llegando hasta el suicidio para no sobrevivir a su muerte. Tales fueron las drujine de los varjaghi de origen escandinavo, que están en el origen de la Rusia histórica, mientras que sus hermanos «normandos» o vikingar, propagándose desde Irlanda hasta el Mar Caspio, conquistaban Inglaterra (1066) e inventaban el Reino de Sicilia y de Nápoles. Fuera de Europa, ese elemento iniciático propio de las libres asociaciones de hombres de armase traduce a menudo en un desarrollo de género «visionario-estático» fundado sobre un mito de género religioso como la pretensión de la línea de Ismâîl al Califato, que da lugar a la fundación de verdaderas y propias entidades políticas, es decir, a naciones.

     Citamos, por ejemplo, a los ismaelitas o «asesinos» de Persia y de Siria (de los que nos hemos ocupado en nuestro volumen homónimo), los ´alawîti de la Siria septentrional, los druzî del Gebel Hawràn, en posesión éstos últimos de formas regulares de iniciación, en las que participan también las mujeres, cuyo resultado los separa netamente en `uqqal («inteligentes», en el sentido del «intelecto de Amor» dantesco) y juhhâl («ignorantes»).

     Los mismos sikh de la India, en origen una lene confraternidad religiosa semi-hindú, se convierte en el transcurso de pocas generaciones, espoleada por una persecución religiosa desencadenada en su contra por el gran Mongol, una nación guerrera, dotada de una coherente metodología ascético-religiosa e incluso de una lengua nacional propia.

     Contemporánea de la Caballería, que en tierra Santa se configuró en las diferentes Órdenes en defensa de los peregrinos, por parte islámica el Califato de Bagdad protegió y estimuló la formación de órdenes caballerescas análogas bajo el título de la denominada futuwwat, que todavía continúa en Persia entre las corporaciones artesanas con el nombre de javânmardî (de javânmard, «joven generoso»). A menudo se ha dicho de la Caballería que, en su auge, cuando sus mejores representantes eran grandes poetas y valientes guerreros (Walther von der Vogelweide, Wolfram von Eschenbach, Bretrand de Born, etc.), ésta ha dotado de un contenido espiritual a las aristocracias que con mano de hierro dirigían la Europa de aquel tiempo, del siglo IX al XIII. El elemento ascético de la Caballería es en el fondo la traducción en términos seculares de las reglas de varias órdenes religiosas, salvo la libertad y los excesos juveniles a los que a menudo se abandonaban los jóvenes guerreros ansiosos de medir su propio valor. Desde el punto de vista «ritual», la Caballería ha enseñado sin excepción las reglas del «vivir cortés», es decir, el vivir noble, a toda la aristocracia de las diversas naciones europeas, no sólo por las «buenas maneras», sino sobre todo, por las virtudes de mesura, generosidad y gentileza que constituyen la educación del verdadero Señor.

 

     Veamos a continuación de qué manera se han ido formando en las diferentes naciones europeas las aristocracias que las han regido y guiado de modo variado. Es necesario retornar a las invasiones de los pueblos germánicos que de las ruinas de aquello que había sido el Imperio romano sacaron el material para hacer una Europa cuyo centro de gravedad ya no estaba en el Mediterráneo sino en el centro y el occidente de nuestro continente.

     Cuando las Männerbünde godas, francas, sajonas y longobardas se encontraron asentadas en las tierras latinas, con la necesidad de constituirse un «Estado» cualquiera, ya no era suficiente recurrir a los Campos de Mayo y al confuso asamblearismo de las harimannías que obedecían naturalmente sólo a sus propios jefes naturales, germánicamente conocidos como «barones» («los-bien-nacidos», alemán ge-borene). Para gobernar era necesario un rey asistido por una «comitiva regia» que se extendiese más allá de los clanes y de los grupos étnicos de los que dependía la elección. Todavía bajo Carlomagno no encontramos claramente definidos títulos como comes, grafio, praefectus, consul, rector, etc., títulos que sólo él podía dispensar para conferir una función de gobierno a uno de sus funcionarios, que fuese una persona leal, un comes. La confusión de los títulos dependía todavía del uso local heredado del Imperio, tanto es así que en aquellos tiempos –enseña Rainiero de Perugia– los predicados nobiliarios –los «títulos»– se atribuían a la persona para evitar equívocos sobre la persona, dado que, tratándose de «nobleza natural» (Ur-adel) la fons honorum estaba implícita en el nombre del personaje, in nomine ipsius, un vez que hubiese sido reconocido. En el periodo romano-barbárico, en el que se establecieron los fundamentos de las posteriores aristocracias europeas, se tiene, por un lado, la nobleza natural de los adelingi germánicos, a la que responde una monarquía electiva dentro de un linaje mágicamente consagrado (por ejemplo, los Baltos godos) y, por otro, una aristocracia local de funcionarios-condes, o, directamente, obispos-condes heredados del desaparecido Imperio romano. 

     Cuando posteriormente, de la monarquía electiva se pase a la soberanía restringida a una sola familia legitimada por el poder espiritual del Papa, se habrá verificado una y verdadera revolución estatutaria que conducirá fatalmente con un Carlomagno al restablecimiento del Imperio bajo la especie de un sacro que paradójicamente nacerá de la desvinculación del mito de los orígenes mágico-paganos de un rex [quem] a nobilitate sumunt, como decía Tácito. Así, desde el principio, la aristocracia europea ha tenido un origen dúplice consagrado por el uso incierto del título de conde (inventado, sin más, por Constantino), bien como un jefe de una formación de bárbaros y tal por virtud de sangre, es decir, el grafión godo, bien con el comes romano que ejerce el poder en sus distrito como vicario de un soberano (ahora el rey bárbaro), del cual, a su vez, devendrá el missus dominicus cuando se restablezca el Imperio. Al fundirse ambas funciones, tenemos en el Imperio Carolingio al menos seiscientos pagi o gau, con al menos otros tantos jefes de distrito nombrados por le soberano, pero que eran también princeps de su gente. Esta circunstancia ilumina acerca de los motivos por los cuales, finalizadas victoriosamente las campañas contra los sajones paganos de Vidukind, ahora convertidos y sometidos, Carlomagno en el 782 confirió en Lippspringe a los nobles sajones el título romano de comes, uniendo a su predicado natural el título de funcionarios del Imperio, ¡Bien entendido, que todavía no se había refundado! En otros términos, cuando se cierra el ciclo de las grandes migraciones de pueblos, el rey franco, él mismo advenedizo en el trono desde apenas dos generaciones y consagrado no por el Campo de Mayo, sino por un Papa, une los restos de la nobleza de los pueblos sometidos ala institución de la aristocracia que transforma en «nobleza de servicio», la Dienst-adel. Ésta no se identificará ya más exclusivamente a la propia naturaleza «biológica» de la sangre, sino a la nueva función de representar al poder, entonces en Aquisgrán, después en Roma, allí donde el Emperador se traslade a encarnar su potestad.

     Resumiendo: también en este proceso tan remoto, pero, sin embargo, tan cargado de consecuencias para el destino de Europa, se manifiesta una dinámica constante: la «nobleza de sangre» es el humus sobre el que se desarrolla la nueva sociedad, de la que la aristocracia constituye la fuerza estructurante (poder más memoria histórica), que determina su orientación y la jerarquía de valores. La aristocracia, siempre en equilibrio entre el poder de l espada y la autoridad de la toga (síntesis maravillosamente renacida en Venecia con la elección del primer dogo (709) hasta el cierre del Gran Consejo (1297), deberá siempre protegerse del veneno que lleva en su interior, inherente precisamente a su capacidad de estructurarse, es decir, la oligarquía.

 

(Traducción Olegario de las Eras)  



[1] Es castellano en el original (N. del T.).

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