TRADICIÓN Y TRADICIONALISMO
Pio Filippani Ronconi
Es indudable que el dogmatismo constituye uno de los peores problemas de nuestro tiempo, en el que la humanidad actual debería estar guiada, según universal anhelo, por una ciencia fundada sobre lógica y experiencia. El dogmatismo sustituye la experiencia viviente del mundo, ya de por sí inexpresable, por una trascripción abstracta de su movimiento asumido como contenido. Contenido que, por descontado, se establece precisamente porque se «comprende» y se comprende porque se enuncia. Pero, en realidad, se elude.
El significado de toda la realidad queda reducido, a la manera de Procusto, a un sistema de axiomas, cuya aceptación o rechazo, registrados sobre una octava emotiva, deviene un hecho moral («si no nos crees eres un malvado»). En un ámbito como el de la religión, sólo por ofrecer un ejemplo, el dogma establece lo que es necesario creer y de qué modo hacerlo: su magisterio rechaza categóricamente la experiencia directa bajo la pura naturaleza espiritual de los principios enunciados –experiencia directa, entiéndase bien, según identidad entre sujeto y objeto en el sentido del anubhava indio–, admitiendo sólo un experiencia indirecta a través de principios morales, quedando así reducida, de una concreta experiencia del fundamento divino del universo y de la existencia humana, a una práctica de normas ético-sociales impregnada de sentimiento «religioso».
Lo sobrenatural, que se manifestaba mediante el sentimiento de la presencia de lo sacro en la vida cotidiana y a través de la misma percepción objetiva del mundo, queda diferido a una presunta experiencia ultraterrena. También el «milagro», cuando –a toro pasado– se reconoce como tal, contribuye a cohonestar un comportamiento conforme a la Ley revelada, más que a hacer patente una experiencia a-nómica del mundo divino. Sin embargo, es natural que en una comunidad, como puede serlo un Estado o un comunidad religiosa, sean la norma, la ley y la tradición las que moderen el comportamiento de sus miembros, sin que, no obstante, aquellas pretendan constituir el fundamento de la experiencia espiritual, del significado íntimo e inefable de su realidad de éstos, tal y como quisieran los depositarios de todas las tradiciones, rabinos, escribas y fariseos de toda fe religiosa, política y social elevada hoy al nivel de verdad «científica».
El dogmatismo nace del hecho de que el hombre post-antiguo ha seguido la tendencia a reducir toda la realidad a un limite mental, asumido como criterio extremo de verdad, allí donde el hombre antiguo percibía una condición de caída. No obstante, también él conocía un límite, aquel por el cual la experiencia de un pensamiento, todavía no totalmente sumido en la dimensión abstracta, «indicando la dirección hacia lo supramental, al cual el hombre podía elevarse puesto que se sentía esencialmente fundado sobre dicho supramental»1, poseía un valor noético, constituyendo una toma de contacto con aquel mundus imaginalis, mediador entre lo sensible y lo inteligible2, que la mística «islámica», de Avicena y Sohrawardì y a Ibn ´Arabî y Jalâlu´d-Dîn Rûmî, denominará el ´âlam al-mithâm, desde el que los arquetipos celestes, a guisa de «formas suspendidas» (suwar mu´ allaqât), operan sobre la realidad sensible imprimiéndose en ella como «iconos» (asnâm).
Volviendo a nosotros, dado que el hombre moderno, ajeno a una ascesis de pensamiento seria, no tiene acceso a dicho mundus imaginalis, en el que la realidad objetiva de las cosas se transmuta continuamente en su significado dentro del Todo, de lo que resulta que la formulación dogmática de lo denominado «verdadero» se confía continuamente al elemento mental abstracto, como efecto de lo cual se posee una experiencia meramente refleja. Para corroborarla, se recurre al factor psíquico y emocional que tiende a transformarse en un elemento obsesivo, en una infección anímica que se asume, erróneamente, como una experiencia «mística». Esto explica porqué toda formulación dogmático-ideológica repetitiva se corresponda con una auténtica explosión en la colectividad de fuerzas irracionales y de comportamientos subhumanos, todos cuantos se han verificado en los últimos quince siglos de historia desde el martirio de Hipatia a la Revolución de Octubre.
Este fenómeno se percibe particularmente en la moderna exhumación de Tradiciones del pasado y en la asunción crítica de sus formas como nuevas normas ordenadoras de la vida individual y social o, peor todavía, con la intención de trascender la propia condición existencial mediante, por ejemplo, cualquier tipo de yoga, de sufismo, tantrismo, etc... Para el realista ingenuo se trata de disponer de una forma codificada cualquiera de la Tradición que sea: entonces considera de estar iniciado «virtualmente» porque «sabe» cómo funciona el Todo. La experiencia de su contenido no le interesa porque es incapaz de discernir el movimiento de pensamiento puro inherente al representar, que constituye un hecho de pura voluntad a-conceptual: para él, lo Verdadero es, en el fondo, la «cosa» petrificada en el tiempo y el espacio, no el Verbo inefable que se hace también aquella cosa. Poseyendo la Ley, a ser posible escrita, cree poseer la Salvación: ¡Cuando son muchos los que creen, la cosa se hace más verdadera!
De esta manera se elude el fin fundamental de la verdadera Tradición en lo que concierne al hombre moderno, aquello que de alguna manera puede justificar el actual «oscurecimiento de los dioses» y la inmersión del hombre actual en la materialidad «extensa y mensurable» que es el objeto de la ciencia desde hace tres siglos. El fin al que estamos haciendo alusión es la verdadera y auténtica penetración en el misterio del mundo mineral: el encuentro del pensamiento con el dato sensible, por tanto la presencia del Yo consciente dentro de la percepción (que se verifica comúnmente por de bajo del umbral consciente del estado de vigilia), lo que implica una ascesis dirigida al dominio efectivo del pensamiento, el mismo que empleamos para hacer las diez mil cosas de este mundo. Appamado amato-pâdam («La atención es el sendero que conduce a la inmortalidad») decía el Buda y, además, mano-pubbangamâ dhammâ, manosetthâ, mano-mayâ («El pensamiento precede a todas las cosas, las cosas tienen el pensamiento como lo que mejor hay en ellas, las cosas están hechas de pensamiento»3. Verdades, éstas, de las que huyen los espiritualistas de todos los colores como si fuesen el demonio, quienes después, paradójicamente, se vuelven hacia el Oriente tradicional, lo que en fin exigiría de ellos, si fuesen personas serias, una mucho más dura ascesis de pensamiento, vinculado a una teofanía consagrada precisamente por el hecho de no ser experimentada conscientemente sino por mediación del rito y de ser recibida por el alma mediante el sentir.
Para el Oriente tradicional, la materia se concibe y se experimenta como «natura naturans», por ejemplo, la prakrti india, cuya fenomenología psico-física está estrechamente condicionada por y correlacionada con el sujeto que se la representa. De hecho, en el Sankhya indio, los indrîya («facultades» no «sentidos») subjetivos constituyen la forma a priori de aquello que se hace substancia y objeto en su propia actividad, ocasión para su aparecer. Esta condición era real para el hombre antiguo que vivía inmerso en el mundo de los dioses, cuya inspiración resonaba hasta en lo más íntimo de su textura física: para conocerlos sólo había que encerrarse en sí mismo y aislarse del mundo, percibiéndolos dentro de la propia interioridad, como hace el yogin... («cierra todas las puertas de los sentidos, restringe la mente dentro del corazón...»).
La posición radicalmente opuesta es la que encontramos entre los últimos filósofos-alquimistas, aquellos verdaderos del género de Boehme, Paracelso y Teofrasto, que no dudaban –en los umbrales de la modernidad– en definirse como «die wahren Materialisten»4, en tanto que la contemplación del dato sensible les conducía a realizar, como hecho interior, la esencia espiritual del objeto material o del fenómeno contemplado. En los umbrales de la experiencia científico-materialista del mundo, continuaban, no obstante en calve moderna y occidental, la que había sido la búsqueda de un Jâbir ibn Hayyân (siglo VIII) y de una cohorte de gnósticos, por lo general persas y a menudo ismaelitas, por tanto heréticos, dirigida a penetrar contemplativamente la esencialidad de los elementos naturales, las dhâwât que, sobre ondas diversas, representan la «cantidad» de Anima Mundi, Nafs al-Kull, presente en toda sustancia como su peculiar determinación cualitativa: el número que se hace Ángel.
Dicha contemplación, o manipulación, despertaba en el alma humana la facultad particular que corresponde al elemento objeto de estudio según su jerarquía en el Liber Mundi. La apariencia material del elemento se disuelve en una experiencia iluminadora para el científico-alquimista. Probablemente, el último que comprendió el sentido de la ciencia como poder de resurrección del alma fue Emanuel von Swedenborg que, como él mismo declara, operaba en labor científica y absolutamente vuelto hacia la materialidad práctica del mundo, desarrollando un poder fluídico del pensamiento puro en un estado de suspensión de las facultades vitales y en primer lugar de la respiración.
Es la «vía del vacío» bien conocida por el Tantra vajrayâna. De este vacío emergía la experiencia identificativa con el poder real, por ejemplo, que conduce a este o aquel elemento a una forma particular de condensación cristalina, susceptible también, de una trascripción según una fórmula matemática particular. Esta «trascripción» es lo que actualmente se considera que es la «ciencia», incapaces como son los modernos de percibir, y por tanto evocar, las potencias que presiden el coagularse y disolverse de la sustancia universal en las diferentes formas de la materia.
Sin embargo, los ingenuos realistas, los eclesiásticos de todo tipo, creen con furia en una materia que, lejos de constituir el soporte para una experiencia auto-iluminadora, resta una pura y simple representación mental, una materia soñada. Al vacío espiritual motivado por la continua carencia de esta experiencia, porque en el fondo se teme, contraponen una actividad frenética de género para-ético que desemboca en una ideología política o en la adopción de un credo religioso en particular con los que llenar el alma. La Religión, de experiencia del mundo suprasensible, se reduce a actividad social enfocada al bienestar y a la bondad entre los hombres en este mundo. Todos buenos, ninguno libre: el sueño de Lucifer bajo los despojos del Profeta. Es el grito de «¡Paz, Paz!» y de aquel dulzarrón embrassons nous! precursor de las peores desgracias, preludio de persecuciones sin fin hacia aquellos que rechacen el magisterio de la Comunidad y huyan del abrazo materno.
Para Occidente no es necesario recordar la guerra santa contra los cátaros y su civilización, las hogueras encendidas con los alumbrados españoles en pleno renacimiento y continuadas bajo un signo diverso en otras regiones de Europa contra filósofos, brujas, gentes de otra fe u otra raza, es suficiente mencionar el hecho de que –siempre bajo la bandera del Amor Universal y para instaurar ideales libertarios, igualitarios y fraternos– con un idéntico empuje dogmático, aunque de signo opuesto, hemos tenido la revolución francesa, la revolución rusa con sus actuales corolarios asiáticos y los diferentes despotismos parasocialistas en los diversos países liberados, por así decir, del dominio colonial.
Pero, siempre a propósito del dogma y del tradicionalismo, conviene no olvidar que también en el Oriente islámico, también igual de tolerante en lo relativo la búsqueda individual (el ijtihâd), murieron en el patíbulo por haber rechazado el magisterio de la Umma auténticas personalidades espirituales como al-Hallâj, al-Hamadhânî y Sohrawardî, entre otras: Avicena apenas si pudo huir de la sospecha rabiosa de los fuqahâ, que le incendiaron la casa y los libros, merced a un príncipe protector a quien convenía disponer de un ministro-médico, Ibn Hazm salió bien librado porque como buen hispano-godo (a pesar del nombre árabe) estaba encerrado en la mansión solariega, bien defendida por los discípulos, meditando sobre las valencias proféticas de Empédocles y Pitágoras, que interpretaba según la disciplina del Arcano.
Estas cosas se recordarían a los animosos Tradicionalistas vernáculos que, tras las huellas de las «iniciaciones virtuales» publicitadas por un Guénon, van buscando, ignaros de las recomendaciones de Ahmad al-Ghazzaâlî, la iluminación «segura» en el seno de cualquier tarîqa en Oriente, y se levantan en armas –por el momento sólo con la pluma– para defender las pretensiones político-religiosas de cualquier pseudo-imâm o de cualquier tirano local porque se proclaman «tradicionalistas», sin darse cuenta de que para cualquier khânegâh o zawîya que verdaderamente opere en el mundo del espíritu siempre habrá una prohibición dictada por el régimen mediante un mullâ, naturalmente «integrista».
La supremacía de la res extensa sobre la res cogitans, última consecuencia de la laceración cartesiana, caracteriza al tipo del «primitivo» actual, el elemento de base de aquel que hoy se define como «Tradicionalista». Éste no es en el fondo sino la reencarnación del hombre comunitario de los tiempos antiguos, incapaz de experimentar a día de hoy, a través del pensamiento, aquel elemento luz que entonces se aprehendía mediante el sentir, por la mediación purificadora del rito colectivo.
Los ismaelitas –por continuar en el Oriente islámico– distinguen dos tipos de hombres: el ahl at taqlîd, la «gente de la imitación», y el ahl atta’yyiò, «la gente de la confirmación», es decir, aquellos que de los dichos de un Profeta, considerado como mediador entre el mundo invisible de las intenciones divinas y el invisible de las formas, encuentran confirmación por la propia realización espiritual, que no procede compulsivamente de un magisterio literal conforme a la voluntad de los más sino transmitida lograda activamente de aquel Intelecto Universal, el ‘Aql al-Kullî, que es el arquetipo en el Cielo del Hombre Primordial, el adam quadîm (el «Adán Primordial») que cada uno de nosotros lleva en su corazón, el ‘Angelos Khristòs de la Gnosis ulterior.
Los primeros son los secuaces de todas las iglesias y las sinagogas, sean espiritualistas o materialistas, de las cuales se espera la Verdad confeccionada y predigerida; los otros son aquellos que intentan realizar interiormente el significado de lo que –también mediante los sentidos– les llega cotidianamente desde «afuera». Para ellos existe una Tradición, que no es ni moderna ni antigua, sino anterior al tiempo histórico sobre el que se entreteje el drama de la existencia condicionada del hombre. El mundo, que en nuestra conciencia se actualiza como un conjunto de datos sensibles objetivos y de pensamientos subjetivos, se transfigura, es decir, se percibe y entiende como significado esencial de la realidad y por tanto de nosotros mismos. Los antiguos iranios, de los mazdeos de Zaratustra hasta los gnósticos del Ishraq de Sohravardî (siglo XII) poseían la concepción del khvarenanh, el «aura gloriae» que rodeaba la cabeza del Rey legítimamente consagrado y que posteriormente es heredada por los Bodhisattva budistas y los Santos cristianos. Este era el poder que tenía el «Yo-soy» de aquellos personajes de excepción de proyectar la incandescencia del alma sobre la cosa percibida, hasta evocar su arquetipo pre-existencial. Sumos artistas, inventores, poetas y benefactores poseyeron en germen este poder que opera como un ácido alquímico, disgregador del dato material y contingente, de donde hacer emerger la realidad arquetípica que en él encarna.
La Tierra contemplada por quien posee una virtud semejante se revelaba como el Arcángel femenino del género humano, Spentâ Aremaiti, «El Santo Bien-conexo Pensamiento» en el cual se refleja, como en un espejo, la esencialidad espiritual del contemplador, la daênâ («Religión, interior, Esencia, yo espiritual, individualidad»)5 que es también el sentido del propio destino. Esto explica por qué Zaratustra detestaba la ebriedad mística de los bebedores del haoma sagrado, los chamanes turanios de la estepa oriental: a él le bastaba contemplar el mundo como es para extraer de él las formas celestiales más allá de la contingencia temporal.
Esto es la Tradición: el Tradicionalismo es otra cosa.
Templos en la prehistoria de Europa
«Se han hallado en el corazón de Europa, en Alemania, Austria y Eslovaquia, más de 150 templos datables en el VI milenio antes de nuestra era, cuyas plantas atestiguan conocimientos astronómicos. El descubrimiento puede calificarse de asombroso». La redacción de esta noticia no corresponde exactamente con ninguna de las decenas de informaciones que sobre los descubrimientos mencionados han aparecido en diferentes medios de comunicación, pero creemos que recoge escueta pero fielmente el espíritu de todas ellas. Desde estas páginas de Tierra y Pueblo quisiéramos llamar la atención muy brevemente sobre el hecho de que este descubrimiento no puede calificarse de asombroso porque lo único que hacen es venir a confirmar un cuadro histórico-cultural bastante bien conocido: sin haber podido acceder todavía a las memorias de excavación, resulta bastante claro por la datación y las breves características de los yacimientos que refleja la prensa que estamos ante construcciones pertenecientes a alguna de las culturas regionales integrantes del denominado «Complejo de la Cerámica de Bandas» (5.700-4.300 BC) del primer neolítico europeo y remitimos al magnífico artículo de nuestra colaboradora Teresa I. Cuenca en Tierra y Pueblo nº 3 sobre los orígenes de Europa para más detalles sobre esta y otras culturas de nuestro pasado. Porque si la complejidad cultural y los profundos conocimientos (astronómicos, fisiológicos, etc.,) de las culturas prehistóricas europeas es algo que desde hace muchos decenios no sorprende al mundo académico, lo que sí sorprende todavía es la impermeabilidad del europeo medio (y no tan medio) a los resultados de la investigación científica en este campo. En efecto, ¿Cuántos europeos saben cuando las primeras pirámides egipcias empiezan a construirse (2.700 BC) cuando están ya en su ocaso las diferentes culturas megalíticas europeas (4.800-2.300 BC) en cuyas construcciones hunden sus raíces ideológicas las edificaciones del Valle del Nilo? ¿Y cuantos europeos son conscientes de que en el corazón de Europa, en la Cultura de los Vasos de Embudo (la cultura con fase megalítica en la que podemos identificar los Urvolk y Urheimat indoeuropeos) en el V y IV milenio BC, se han documentado sistemas de signos de carácter escriturario? En realidad muy pocos. Pero lo que es innegable es que sigue existiendo la voluntad de que el mito de que la «Luz procede de Oriente» continúe actuando en el inconsciente de los europeos: para nosotros Europa no debe ser más que un continente de bárbaros redimido por la «cultura» y la «religión» procedentes del Próximo Oriente. Un pueblo sin historia y, por tanto, sin futuro: el sistema aplica el viejo pero eficaz lema orwelliano tanto a los episodios más recientes de nuestro pasado como a nuestros propios orígenes y sus consecuencias pueden se devastadoras. En nuestras manos está el evitarlo.
(Traducción Olegario de las Eras)
1 M. Scaligero, La logica contro l’Uomo, p. 13.
2 H. Corbin, Corpo spiriutale e Terra Celeste, pp. 15 - 19.
3 Dhammapâda I, 1.
4 Véase el Berglied, editado por G. Manacorda en 1946. («Die wahren Materialisten»: los verdaderos materialistas. N. del T.).
5 Según Reichelt, Awestisches Elementarbuch, Heidelberg 1909, p. 448.
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