Identidad
El concepto nación tiene su herencia intelectual en el mundo ilustrado, su plasmación práctica en la jacobina Revolución francesa y su expansión territorial va de la mano del liberalismo. La nación es un principio nacido en estrecha asociación con los intereses crematísticos del tercer estado. En unión indisociable del liberalismo y del capitalismo, el principio de nación se ha ido extendiendo por todo el mundo, llegando a ser el actual elemento configurante del presente modelo político del planeta. Este concepto ha ido asociado a toda clase de tensiones, enfrentamientos, conflictos, desavenencias, luchas, genocidios, represiones y sangrientas guerras.
Pero ¿es correcto hablar de nación o naciones? Este término ¿realmente se ajusta a la realidad? ¿Responde a los anhelos de determinados colectivos? ¿Define la verdadera esencia de Europa?
Para responder a estas preguntas, ante todo, tenemos que partir de una premisa que debería ser el a, b, c para cualquier historiador: nunca se pueden juzgar hechos del pasado con principios actuales. De la misma manera que carece de sentido analizar a Esparta bajo el prisma del actual humanismo, tampoco tiene ningún sentido pretender analizar realidades históricas nacidas hace 1.000 años con un criterio acuñado hace sólo 217 años y consolidado por el pensamiento liberal y los intereses de las burguesías locales a lo largo del XIX.
Entonces ¿qué criterio hay que seguir? Más que hablar de naciones, pues incurrimos en un desajuste histórico, difícilmente sustentable, hemos de hablar de identidades. Éstas sí que han existido siempre.
Pongamos cinco ejemplos: Primero: el apellido es nuestra auténtica carta de identidad. Ellos indican nuestra raíz y la herencia de nuestros ancestros. Ellos son nuestra verdadera referencia. Segundo: la historia de un anciano campesino servio de 101 años, que explicaba cómo a lo largo de su vida había tenido cuatro pasaportes diferentes: el del Imperio austro-húngaro, el yugoslavo, el bosnio-herzegovino y el servio. Pero ni él, ni su familia, ni sus propiedades se habían movido de sitio. Él, sus ancestros y sus descendientes, siempre han sido servios. Tercero: la familia catalana Prats. Asentada desde tiempos muy lejanos en el Rosselló (Catalunya norte) y que a raíz del tratado de los Pirineos (1659), sus propiedades quedaron divididas entre dos estados (Francia y España). Se les obligó a elegir la pertenencia a uno sólo de estos dos estados, pero a tributar a las dos haciendas. La familia Prats, a pesar de todo, ha hecho pervivir su identidad catalana de la misma manera que el campesino servio ha hecho perdurar la suya. Cuarto: si Napoleón hubiese ganado la guerra, seguramente ahora, todos tendríamos pasaporte francés, pero el servio seguiría siendo servio y el catalán seguiría siendo catalán. Quinto: la abuela materna de quien suscribe, falleció a los 81 años sin apenas saber hablar el castellano ya que todo su mundo sólo lo había codificado en un perfecto catalán. Sobre ella no tuvieron incidencia ni los cambios de regímenes, ni las etiquetas políticas de moda, ni las caprichosas denominaciones administrativas. Todos estos ejemplos tienen un común denominador: la identidad. Identidad que estaba y está por encima de todo tipo de ingeniería política. La identidad sí es una realidad carnal, constatable y vivible. La identidad está divorciada de las modas o los intereses circustanciales y caducables.
Pero ¿qué entendemos por identidad? Por identidad entendemos todas aquellas comunidades poseedoras de un común y peculiar sustrato de sangre y que, perviviendo en tiempo y espacio, han establecido una dialéctica particular, única, intransferible e irrepetible de soluciones y respuestas ante los desafíos del medio y el universo. Esta definición implica la preeminencia de lo identitario por encima de las bagatelas conceptuales y queda asociada a una pervivencia en lo temporal. La propia definición lleva implícitas las diferencias claves para con el concepto de nación.
Las naciones, por definición política, se pueden crear y descrear, pueden nacer y desaparecer. Las identidades no. Ellas están por encima de las coyunturas y, de hecho, han sabido pervivir a ellas, como mínimo, en los últimos mil años.
Desde nuestro punto de vista entrar en la discusión de si tal o cual territorio es o no una nación es un ejercicio de pura discusión bizantina, que sólo sirve para que Europa continúe dividida, enfrentada y sobre todo distraída. Aceptar este debate es dejarnos encajonar en los estrechos parámetros del liberalismo europeo. Es una absoluta pérdida de tiempo discutir este tema con quienes, en nombre de las actuales naciones, están tolerando y cuando no fomentando, la llegada a Europa de seres halógenos a la raza blanca. Quienes así nos quieren despersonalizar, no pueden hablar de naciones ya que ni tan siquiera están siendo capaces de respetar la herencia identitaria de sus antepasados.
Afirmamos que Europa sólo sobrevivirá si recupera el sentido de su verdadera naturaleza: su identidad carnal. Afirmar el sentido identitario por encima de cualquier otro, es ajustarse al alma peculiar que late en cada valle, al silbido único de cada bosque, al especial susurro de cada río, al lenguaje mágico que nace de cada montaña, al recogimiento interior que se percibe en cada lago. Y en cada comunidad identitaria europea, todo esto se da, pero se da de forma especial, diferente y única.
Defender nuestra identidad es no renegar de nuestro pasado ni de nuestros ancestros. Europa es la suma de un centenar de identidades. Preservarlas es el derecho y el deber de todo europeo.
Àlvar Riudellops
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