EL LATIR DEL CICLO ANUAL: CELEBRACIONES DE MUERTE Y VIDA.
Por Federico Traspedra
«Er ist der Stern, er ist die Sonn,
Er ist des ewgen Lebens Bronn,
Aus Kraut und Stein und Meer und Licht
Schimmert sein kindlich Angesicht»
«Él es la estrella, es el sol,
La fuente eterna de la vida.
Entre la hierba y la piedra,
En el mar y la lumbre,
Resplandece su rostro infantil»
NOVALIS
La Naturaleza como Libro Divino
En estos tiempos que corren, el antropocentrismo y la antropolatría imperan y anidan en mentes y corazones de mujeres y hombres en este mundo actual, convulso en plena crisis no simplemente de cambio climático (léase «ecológica»), o de valores (léase «ético-política») o económica. Nosotros –los identitarios– nunca nos cansaremos de insistir que esta crisis en general es fundamentalmente una crisis espiritual, puesto que la disociación de Cielo, Hombre y Tierra es más que evidente. Ese antropocentrismo –esa religión laica «liberal y progre» a un mismo tiempo– en su máxima categoría imperante es la llamada antropolatría: el materialismo, en todas sus versiones (léase histórico, económico, biológico, etc.) como pseudo-religión, conduce sólo a adorar y a pensar en dinero, beneficios, ultra tecnología y demás sucedáneos o vanidades. Y todo esto, es el efecto de una causa.
Vivimos de espaldas a la Naturaleza, hemos olvidado esa cosmovisión tradicional de que «en el mundo tradicional, la naturaleza era no “pensada”, y sí “vivida” como un gran cuerpo animado y sagrado, “expresión visible de lo invisible”»(1). La Creación es la máxima expresión de sabiduría y el gran libro divino que el Creador nos ofrece. De ahí que en la tradición hermética, sus maestros tienen presente que para realizar la Obra, basta con imitar a la Naturaleza. Nos hemos desconectado de los circulares ritmos naturales y se van olvidando sus celebraciones y ritos, ceremonias y fiestas, perdiendo parte no sólo de nuestra identidad, también implícitamente de nuestro espíritu. La memoria de los antepasados con su legado de Conocimiento y Sabiduría, está oculto a los ojos de un mundo cada vez más profano y –de la Naturaleza cada vez más profanada– donde lo sagrado ha sido relegado a las brumas… ¿tal vez de Avalon, del jardín de las Hespérides?
Y como todos sabemos, la Naturaleza en sus ciclos estacionales: primavera, verano, otoño e invierno, nos recuerdan dos lecciones que siempre debemos tener presente: por un lado, la impermanencia a la que estamos sometidos todos los seres de la Naturaleza y por otro, el triunfo de la Luz. Nacemos con el ciclo ascendente del año, como las semillas que han sido recogidas en la tierra y nuestra infancia es eterna Primavera. Nuestra juventud se expande y es pletórica en la estación del crecimiento del reino vegetal. En el Verano alcanzamos nuestra madurez, después que la flor ha dado paso al fruto. Estamos pues listos para ir marchitando en el Otoño, ya en pleno ciclo descendente del año, para dejar la vida y morir en el ocaso del Otoño y recogernos en el seno del Invierno. Nos pudriremos en la Tierra y en su interior, germinaremos de nuevo para renacer de nuevo en la Primavera. Morimos para nacer, así como antes fueron las Tinieblas y después la Luz, primero el Caos y después el Orden. Morimos para nacer, y así como sabemos que el invierno siempre da paso a la primavera, debemos tener presente que nacer y conocer es lo mismo, puesto que Conocer es co-nacer. Antes fue la Noche y después el Día, como nos recuerda la tradición céltica y la escandinava. Hombre y Mujer vuelven siempre al seno de la madre, a la Tierra, mientras que el padre Sol con su poder fecundará de nuevo con su Luz y calor a la semilla, con la ayuda de los otros dos elementos restantes: aire y agua. Esta analogía llena de simbolismo son leyes divinas y naturales a las que estamos sometidos, incluidas en las iniciaciones de diversas tradiciones.
No han sido los últimos en tener presente esta cosmovisión, pero es menester citar a los escritores románticos del siglo XIX, que percibieron en su memoria de la sangre, que, tras el Racionalismo y la Ilustración, esa antropolatría se instauraba definitivamente en los corazones de sus congéneres. He aquí unas muestras de Verdad y Belleza de esa perenne sabiduría, ofrecidas por la pluma de Hölderlin: «Ser uno con todo, ésa es la vida de la divinidad, ése es el cielo del hombre. Ser uno con todo lo viviente, volver, en un feliz olvido de sí mismo, al todo de la naturaleza, ésta es la cima de los pensamientos y alegrías, ésta es la sagrada cumbre de la montaña, el lugar del reposo eterno donde el mediodía pierde su calor sofocante y el trueno su voz, y el hirviente mar se asemeja a los trigales ondulantes»(2). O bien de la mano de un Novalis, que al igual que su compatriota nos lega estos versos: «Todas las cosas están en el Uno y el Uno está en todas las cosas,/ ver la imagen de Dios en la hierba, en una piedra, / el espíritu de Dios en el hombre y en los animales, / esta actitud deberíamos tener en el fondo de nuestros corazones»(3). Y también en ensayo denunciaba el terrible olvido de ese legado: «Ya en la infancia de los pueblos existieron espíritus profundos que descubrieron que el rostro de la Naturaleza era el de una divinidad, mientras que los demás, con el corazón liviano, no se ocupaban de ella más que para depositarla sobre la mesa; el aire les resultaba reconfortante bebida, las estrellas eran la luz para iluminar sus danzas nocturnas, y las plantas y los animales, sólo excelentes alimentos; la Naturaleza se les ofrecía no como un templo grandioso, sino como de un agradable recetario y una regocijante despensa. Otros, de alma más sensata, distinguían las muchas posibilidades que la Naturaleza les ofrecía, pero todavía en estado salvaje, y día y noche se dedicaban a crear modelos para conseguir una Naturaleza más noble».
Dentro del seno de la Tradición cristiana europea, esta cosmovisión se mantuvo por algunas figuras excepcionales, hombres sabios y santos, entre los que cabría citar a San Francisco de Asís, como el máximo exponente de esta visión sagrada en torno a la naturaleza y a la Creación del Supremo Artista. Recordad el conocido poema «Loado seas, mi Señor, con todas tus criaturas, especialmente el señor hermano sol…», exposición máxima de un esoterismo cristiano, que pervive e influye en el seno del catolicismo, llevando a la nueva religión a re-venerar olvidados santuarios a lo largo de toda Europa, bajo advocaciones marianas o de santos en particular. Y también cumple hacer justicia –dejando aparte frivolidades y prejuicios neopaganos– que la selva o bosque virgen, la montaña sagrada o la fuente milagrosa, igualmente perviven en la memoria de nuestros abuelos, así como en su tiempo estuvo en la de nuestros más remotos antepasados, merced a esa savia del esoterismo cristiano que llenó de monasterios y ermitas nuestros mas inhóspitos y agrestes lugares de España y de Europa(4).
El fundador de la Orden del Cister, cuya influencia como es sabido, se extendió entre la Orden del Temple –San Bernardo– igualmente participaba de esta cosmovisión sagrada en torno a la naturaleza, a la Creación. Fue él quien dijo que «hallarás en los bosques algo más que en los libros. Los árboles y los pedruscos te enseñarán cosas que no podrás aprender de ningún maestro». Copartícipes de esta recta visión de la naturaleza, como Ecce omnia opera Domini, también fueron entre otros Fray Luis de León, San Juan de a Cruz, Fray Luís de Granada, y también en nuestros tiempos el cisterciense Thomas Merton.
La Naturaleza de por sí misma es un auténtico santuario, así lo percibieron, sintieron y vivieron nuestros antepasados. «Entre los antiguos germanos, sedentarios primitivos, es decir, que rechazaban la arquitectura propiamente dicha, los santuarios estaban localizados, pero siempre en la naturaleza virgen. El bosque de Broceliande, entre los celtas, y el de Dodona, entre los griegos, son ejemplos de una perspectiva tradicional análoga, a pesar de la presencia, en estos pueblos, de una arquitectura sagrada y una civilización urbana. Entre los hindúes, el bosque es la morada natural de los sabios; y se encuentra este mismo “aprovechamiento” espiritual del aspecto sagrado de la naturaleza en todas la tradiciones que tienen –siquiera indirectamente– un carácter primordial y por lo tanto mitológico»(5).
El mundo por entonces era mágico, Dios o los dioses, la Divinidad en suma, eran algo cercano, sutil, pero intensamente sentido, vivido y experimentado. Una lectura con visión tradicional de las antiguas mitologías indoeuropeas, nos describirán una naturaleza animada tanto para griegos y romanos, como para celtas, germano-nórdicos y eslavos, puesto que para todos ellos la Naturaleza era «una poética metáfora, una metáfora tangible de la vida de los dioses (una Metamorfosis divina). Hay en estas cosmovisiones una absoluta y confusa interpenetración entre lo material y lo espiritual. La naturaleza es consustancial a la divinidad (y al espíritu humano). La Vida de la naturaleza es, de hecho, la manifestación visible de la vida de los dioses. Lo que se ve claro leyendo a hombres antiguos (como Hesíodo en su Teogonía u Homero en La Odisea o La Ilíada) no es que haya espíritus o dioses que simplemente se manifiesten en la Naturaleza, sino que las montañas, ríos, bosques…La naturaleza es toda, en sí misma, espíritu. El latir de la vida, el movimiento de los astros, el paso de las estaciones…todo, es divino. Desde la noche de los tiempos, como vemos, no pudo entenderse otra religión que la de la naturaleza»(6) .
En la Antigüedad, nuestros pueblos europeos, no precisaban de edificar templo alguno puesto que para ellos, como venimos insistiendo hasta ahora, toda la naturaleza en sí misma era sagrada. Formaba parte de un todo y sus ciclos estacionales con sus fiestas –regio-sacerdotales, guerreras o agrarias– eran ritmo de sus vidas, de sus campos, de sus animales, de su caza. Y como nos recuerda Alain de Benoist, «…después de los trabajos de Eliade y de Dumézil ya no se puede reducir a las antiguas religiones paganas a un simple culto a la naturaleza. El paganismo jamás fue un puro naturalismo, incluso cuando los antecedentes “naturales” y cósmicos juegan en él un papel central. Tampoco fue nunca un panteísmo, como en Giordano Bruno o Spinoza, aunque también hallamos elementos panteístas en casi todas las culturas religiosas»(7).
Solsticios y Equinoccios
No nos detendremos mucho en este apartado, existe suficiente literatura al respecto. René Guénon, Julius Evola, Hermann Wirth, Jean Mabire y Pierre Vial, entre otros, han escrito lo fundamental en torno a estas festividades. Sólo recordaremos a vuela pluma, que nuestras principales fiestas o celebraciones, en sus analogías paganas y cristianas, siendo éstas regidas como sabemos, por el movimiento de la Tierra alrededor del Sol. Dos son los solsticios y dos los equinoccios y así queda delimitado nuestro año, el giro completo de la Tierra alrededor del Sol, de la rueda-órbita alrededor de su Centro.
Por un lado tenemos los dos solsticios, sabiendo e interpretando desde un punto de vista hermético que «Los solsticios –de sol stare, el sol se detiene– marcan los momentos del año en los que el Sol parece detenerse en un punto fijo de su órbita, para a continuación reiniciar su marcha en sentido inverso. Estos momentos de inmovilidad abren las puertas que permiten acceder a otros estados de ser; así el solsticio de invierno abre la puerta de salida de la “caverna cósmica”, mientras que el solsticio de verano abre una puerta que es simultáneamente de entrada y salida»(8). Así pues tenemos dos partes del año, claramente divididas, del Solsticio de Invierno (21 de Diciembre), desde la gélida Navidad con su nacimiento del Sol, (o del Cristo solar según interpretaciones), hasta el Solsticio de Verano (21 de Junio): desde un San Juan Bautista (27 de diciembre) hasta un San Juan Evangelista (24 de Junio). Para nuestros antiguos, estas dos fases del año corresponden como el dios romano bifronte Jano a dos períodos, a dos puertas solsticiales, la de los «grandes misterios» (estados supraindividuales) y la de los «pequeños misterios» (estado humano): según la tradición védica, el período ascendente del sol a la «Vía de los Dioses» y el período descendente a la «Vía de los Padres, Antepasados». Y este período ascendente y descendente también lo podemos aplicar al período mensual de la Luna, pues en su fase creciente está en relación con el deva-yâna –o Vía de los Dioses– y en su fase decreciente con el pitr-yâna– o Vía de los Padres, Antepasados. También recordar que cuatro son las fases de la luna, al igual que las del sol(9).
Citábamos antes la salida de la caverna cósmica con relación a los solsticios. Para su comprensión diremos que la caverna cósmica es la caverna iniciática, considerada por un lado como una imagen del mundo y por otra del corazón del ser humano. La caverna desde un punto de vista iniciático es el lugar del «segundo nacimiento» o iniciación, el «sepulcro» del cual se re-nace. Es en suma la caverna el mundo profano, el mundo de las tinieblas y de la ignorancia, y para que pueda existir una «salida final» de dicha caverna, es necesario que «el iniciado debe precisamente sobrepasar en esta nueva fase del desarrollo de su ser, del cual el “segundo nacimiento” no era en realidad el punto de partida»(10).
Sabemos que el latir del ciclo anual, es como una rueda o cruz solar, una cruz espacio-temporal que con su eje vertical (al Norte corresponde el invierno, al Sur el verano) y su eje horizontal (al este la primavera, al oeste el otoño), ordena el ciclo y el rito de nuestra Tradición, expresión de un arquetipo universal.
Por otro lado, están los equinoccios, completando los ejes de la cruz solar. Los equinoccios «equilibran» el año, puesto que en ambos la Tierra se encuentra en el punto intermedio de su órbita con respecto al astro rey. Con los equinoccios, según la tradición hermética, tenemos a los dos arcángeles, Gabriel y Miguel (25 de Marzo, 29 de Septiembre, Fortaleza y Templanza respectivamente), con fechas muy cercanas a los equinoccios, puesto que por un lado el día y la noche tienen una misma duración y por otra está equidistante del invierno-Norte y del verano-Sur.
Pervivencias del latir céltico: Difuntos y Mayos
En base a estas cuatro grandes fiestas, generalmente celebradas por casi todos los pueblos europeos, tendríamos que añadir a ellas otras cuatro, propiamente de origen céltico y con un significado similar, aunque no idéntico a los solsticios y equinoccios, pero que igualmente forman parte, digámoslo así, del patrimonio del latir del ciclo anual, igualmente con celebraciones y ritos de muerte y vida. Markale nos asevera que «el año céltico, basado en un calendario lunar, con un mes intercalado cada cinco años, está claramente dividido en dos estaciones, invierno y verano, lo que hace que su eje central vaya del 1º de noviembre al 1º de mayo. Repitámoslo: el calendario céltico, y por tanto druídico, no tiene estrictamente ninguna relación con los solsticios»(11). Aunque a esto habría que añadir, que los monumentos megalíticos como los dólmenes (anteriores por otra parte al mundo céltico) «reutilizados» por los pueblos célticos, tienen una orientación especial, generalmente en relación al solsticio de verano.
Las cuatro grandes fiestas célticas según el Calendario de Coligny son el Samain, Imbolc, Beltaine y Lugnasad:
Samain era una fiesta comunitaria donde todos los hombres y mujeres que integraban «de derecho» dicha comunidad, debían obligatoriamente asistir, puesto que allí se hablarían asuntos políticos, religiosos, y económicos. Etimológicamente Samain significa «el final del verano», es decir el comienzo del invierno y a su vez el primer día de un nuevo año. A su vez este día según la tradición céltica, era el encuentro de dos mundos, el de los vivos y el de los muertos. Ciertamente como en el noroeste peninsular sabemos, la parroquia de los muertos establece contacto con la parroquia de los vivos. Ambos mundos se interrelacionan e ínter penetran en estas fechas y así lo atestiguan las leyendas célticas, puesto que el acceso al Otro Mundo, grandes batallas y muertes rituales del héroe que ha transgredido ciertas prohibiciones, acontecen en este señalado día. Igualmente conocemos que este día en nuestro calendario cristiano corresponde al día de todos los Santos, ya en pleno otoño y ciclo descendente del año. También asociado al día de Todos los Santos estaría el día de los Muertos, aunque en realidad según Markale, para el pensamiento céltico «no hay en Samaín ni muertos ni vivos, como tampoco hay dioses ni hombres. Hay todo»(12). En la antigua Irlanda, los fuegos debían estar apagados y el fuego renacerá en el momento en que los druidas enciendan uno nuevo. Según Markale, este simbolismo habría sido transferido por los cristianos a Pascua.
Después de transcurridos tres meses después del Samain, vendría la festividad del Imbolc, bajo la advocación de la diosa Brigit, cristianizada bajo el nombre de Santa Brígida. El 1º de febrero es el día cristianizado de la Candelaria, fiesta purificadora a mitad del invierno. Esta celebración sería más íntima y local, mientras que una celebración que si ha llegado con mayor vigor hasta nuestros días, transcurridos otros tres meses después del Imbolc, sería el 1º de Mayo, Beltaine.
Beltaine, etimológicamente significa «Fuego de Bel», es el final del invierno y el comienzo del verano. «De ahí los ritos del fuego, particularmente abundantes y la sacralización de la vegetación naciente…la fiesta de Beltaine es una apertura a la vida y la luz, una introducción en el universo diurno, en lo que todavía se llama en Bretaña los –meses negros–»(13). Esta fiesta sería propiamente sacerdotal y sería costumbre plantar ramas en los campos, huertos y sobre los establos como símbolo de prosperidad y abundancia, siendo en los países germánicos la noche de Valpurgis. Las celebraciones en torno al mes de mayo persisten a lo largo de toda Europa, si bien ha pasado a ser considerada por antropólogos y etnógrafos como una fiesta eminentemente agraria, conocida como los Mayos. «Os Maios», que así denominan en Galiza, son fiestas de carácter eminentemente agrícola, celebrados no sólo en el noroeste peninsular, sino a lo largo de toda la península ibérica bajo múltiples formas, que en esencia simbolizan lo mismo como las Cruces de Mayo en Valencia y Andalucía, especialmente en Córdoba. Esplendor de la primavera, esperanza y «propiciando» buena cosecha, al mismo tiempo que alejando todo ser (visible o invisible) que pueda dañar la fecundidad de los campos. Estos «Maios», antiguos cultos o rituales agrarios (hoy en día fiestas folklorizadas), fueron objeto de denuncia y persecución por la Iglesia, puesto que en Concilios como el de Braga en el 570 o el de Lugo en el siglo VIII, se condenaron estas «prácticas» de culto fitolátrico. Como sabemos, el mes de Mayo pasó a ser el mes de las flores, el mes de María. Las condenas se extendieron también en la edad media, donde por ejemplo en Portugal, en 1385, la cámara de Lisboa acordaba que «nâo se cantem Mayas nem Janeiras». El cabildo compostelano igualmente prohibía entrar en la catedral a las «maias» y «demiños», bajo pretexto de lo indecente de sus danzas y canciones.
Hay siempre dos elementos principales en torno a esta celebración europea de los Mayos. Encontramos por un lado el Árbol de Mayo y por otro los Reyes del Mayo. Naturaleza y Hombre/Mujer, son símbolos en este ancestral recuerdo del triunfo de la primavera, ya que como nos recuerda el maestro V. Risco, esta estación del año siempre «significa el reverdecer de las plantas, el comienzo del año agrícola, la alegría de ver levantarse el sol por encima del horizonte y coger fuerza; y tiene diferentes formas: árbol de Mayo, hombre cubierto de ramas, armadilla de verduras y flores, reina de mayo, pareja de mayo, cruz de mayo, engalanar las casas con ramas, esparcirlos por los campos, presagios de hartura y dinero…»(14).
Algunos etnógrafos nos recuerdan que la referencia escrita más antigua sobre esta festividad, la encontramos en el romano Tácito: «Igual que la feliz unión de dos seres produce numerosos hijos, la plenitud de los dones de la naturaleza es provocada por la unión de los dos sexos. Se tiene, pues, una idea profunda y clara, de los fenómenos naturales del mundo, y se ve hasta qué punto el hombre está inscrito en la naturaleza, hasta que punto estas representaciones son antiguas y arraigadas. Ya en el siglo XII se habla de la visita de una reina de Pentecostés ricamente adornada. El relato de Tácito del viaje de la diosa Nerthus de la fertilidad y de la Tierra procede, sin duda alguna del mismo espíritu»(15).
En las diversas comunidades de etnia y lengua alemana, los «mayos» son igualmente celebrados análogamente que en otras zonas de Europa, así pues observamos que «en el folklore, este triunfo de la primavera tiene como símbolo la guirnalda primaveral (Ernte-kranz, en alemán, literalmente “corona de la cosecha”) que se entrega a la joven pareja del “Rey de mayo” y a la “Reina de mayo” para ser colocada la corona triunfal en lo alto del mástil de los festejos, el “Palo o Polo de Mayo”, símbolo del Árbol de la Vida y del Eje que une Cielo y Tierra. Se trata de una corona vegetal que, con su verdor, su belleza y lozanía, su brillo y su aura alegre, proclama la Victoria del Sol y de la vida renacida… Esa guirnalda primaveral es como el gran anillo floral que sella el enlace nupcial entre el Príncipe (el hombre o la humanidad) y la Princesa (la Naturaleza). No queda sino añadir que dicha corona verde y florida viene a corresponderse con la Rad-kreuz (rueda solar, cruz céltica)… En ambos se expresa la misma idea de totalidad y armonía, de vida centrada en torno a la luz»(16).
La costumbre cristanizada de la bendición de los campos y establos, de los animales que sustentan al hombre en sus duros trabajos agrícolas, e inclusive de bendición de aguas (recordemos la festividad de la Virgen del Carmen) como hemos podido observar a lo largo de este artículo, tienen sus lejanos ecos en las antiguas tradiciones paganas europeas.
A modo de conclusión, vemos que hemos comprobado que existe una estrecha interrelación entre el latir del ciclo anual y la vida externa del ser humano, entre la vida cósmica y nuestra alma profunda, en constante reconquista del estado primordial del Ser, del encuentro y recuerdo constante de Dios a través de su mejor libro escrito que es el de la Naturaleza con su ciclo anual y su latir, de la existencia primaveral y paradisíaca de la Edad de Oro, del Satya-Yuga o edad de la Verdad, del Jardín del Edén, de la mítica y primordial tierra de los ancestros, Hiperbórea.
NOTAS:
1. A Tradiçâo Hermêtica, Julius Evola. Ediçôes 70, p. 33
2. Hiperión o el eremita en Grecia, riedrich Hölderlin. Libros Hiperión, 1996. p.25
3. Poesías Completas. Los Discípulos en Sais, Novalis. DVD ediciones, 2004, pp. 131 y 253-254
4. También no olvidamos a los perseguidores de los cultos paganos, como el caso del galaico-bracarense San Martín de Dumio, que escribió De Correctione Rusticorum para atacar las creencias druídicas (panteístas y naturalistas para él) de los antiguos galaicos. Un dato curioso sobre este obispo de Braga, es que por su culpa, en Portugal cuentan los días de la semana como feiras, en vez de las antiguas advocaciones a los dioses que se conservan en el resto de lenguas europeas.
5. Perspectivas espirituales y hechos humanos, Frithjof Schuon. Ed. José J. de Olañeta, 2001, p. 63.
6. Paraísos perdidos, Carlos de Prada. RB editores, 2005, p.31
7. ¿Cómo se puede ser pagano?, Alain de Benoist. Ediciones Nueva República. 2004, p.14
8. La Logia Viva. Simbolismo yMasonería. Siete Maestros Masones. Ediciones Obelisco. 2006, p.255
9. Recordar que también durante la Semana Santa, el Jueves Santo se celebra en plenilunio.
10. Símbolos fundamentales de la Ciencia Sagrada, René Guénon. Cáp. XXXIII. Ed. Eudeba, 1988, p. 195
11. Druidas, Jean Markale. Ed. Taurus, 1989, p. 182
12. Op. Cit, Jean Markale, p. 184
13. Op. Cit. Jean Markale, p. 185
14. Festas do Ano en Obras Completas Vol. 3, Vicente Risco. Ed. Galaxia 1994, p. 605.
15. Artículo “Prometida de Mayo-Reina de Mayo” de Friedrich Mössinger, perteneciente al libro La Orden de Edwige Thibaut, p. 291
16. La Lucha con el Dragón, Antonio Medrano. Ed. Yatay.1999, p. 430.
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