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Identidad y Tradición

¿Es posible un nuevo modelo económico?

¿Es posible un nuevo modelo económico?

La economía lo invade todo; está en todas partes: En nuestra vida diaria, en el deporte, en la televisión, en los espec­táculos, en Internet; existe incluso una «economía doméstica» que invade nues­tros hogares. Prácticamente todos los aspectos de la vida moderna, están salpi­cados por la economía. Casi cualquier actuación de orden social (política o no) puede tener implicaciones económicas; de modo que nos vemos en la necesidad, nosotros también de dar una somera visión de nuestro punto de vista con respecto a la economía.

Hemos de decir que, aunque la base fundamental de nuestra oposición al sistema no es de orden económico (como la mayoría de los movimientos llamados anti globalización) sino etno-cultural, sí que reconocemos que sin independencia económica, no es posible la independencia política ni cultural. Por eso, aunque los identitarios, no centra­mos nuestra contestación al sistema en la mayor o menor justicia de este mode­lo económico, sí denunciamos que es este modelo económico la principal tra­ba para la libertad y la autonomía de los pueblos.

También nos preocupa el conformis­mo que suscitan los temas económicos en la mayor parte de nuestros compatrio­tas. Por simple desconocimiento de la realidad del sistema, aceptamos como verdaderos o inevitables, hechos y fenó­menos económicos que no resisten un análisis un poco detallado.

Por poner algunos ejemplos y sin entrar por el momento en detalles, acep­tamos con toda naturalidad fenómenos como la inflación, los intereses o los impuestos, como si de la lluvia, de la sequía o de la gravedad se tratara cuan­do esto dista mucho de ser así. Nadie se asombra cuando ve en el telediario al ministro de economía decir con toda naturalidad que «debido a las circuns­tancias del mercado, la inflación este año será del tres por ciento». Esto tradu­cido al cristiano, significa que cada euro (la misma pieza de metal que el año pasado, exactamente igual) valdrá tres céntimos menos.

Si el mismo individuo (el ministro de turno) saliera a explicar que debido a las circunstancias bla, bla, bla.., el próximo año, el centímetro medirá siete milíme­tros, nadie daría crédito a sus oídos; y sin embargo, en ambos casos (inflación de la moneda o acortamiento mágico del centímetro) lo que se está diciendo es lo mismo: se está alterando arbitrariamente un patrón de medida (la moneda) con el único propósito recaudar alegalmente un tres por ciento de nuestros ahorros.

Por último, creemos necesario, rom­per uno de los pilares que sostienen el sistema económico actual: la confianza; o mejor dicho, el abuso de confianza. El ciudadano medio, entrega sus ahorros a la custodia del banco confiando en que su dinero está a buen recaudo. El banco presta diez veces más dinero del que tiene, confiando en que el cliente no retirará más que un diez por ciento de sus ahorros de una vez (por cierto que el banco presta dinero a sus clientes con­fiando en que éstos lo devolverán, pero se asegura obligando al cliente a suscri­bir una hipoteca o a presentar un aval por si las moscas)

Al ciudadano de a pie, le gusta dor­mir tranquilo y prefiere confiar en que los expertos en macroeconomía saben lo que hacen, y que el barco de la econo­mía nacional está pilotado por manos firmes y seguras. Y sin embargo, el bar­co va más bien a la deriva. De los llama­dos «expertos» en macroeconomía, se puede decir lo mismo que dice el chiste de los meteorólogos: que lo malo es que no siempre se equivocan.

En efecto. Macroeconomístas y me­teorólogos, se encuentran en una situa­ción similar; ambos se enfrentan a un sistema tan complejo, con tantas varia­bles, que emitir una predicción más allá de unas pocas horas y de un espacio muy localizado, es una osadía. No se sabe muy bien por qué, una subida de un par de grados en el Ártico, puede provo­car inundaciones en la costa de Méjico. De igual forma, una revuelta en una república caucásica de nombre impro­nunciable puede provocar que se dispare el precio de los carburantes, suban es­pectacularmente las bolsas, y, como se dice en lenguaje macroeconómico, se forme una de no te menees.

La gente piensa que en manos de los expertos, el sistema está bien dirigido; el «yo no entiendo de eso» y el «cuando ellos lo dicen será porque es así», es la actitud más común entre la ciudadanía. Sin embargo, personalmente, cuando veo en la televisión al ministro de eco­nomía intentando explicar las razones del último desastre, no sé por qué, le veo cara de estar manteniendo el equilibrio sobre un balón de playa.

La moneda.

No podíamos hablar, naturalmente de economía, sin hablar de la moneda. No vamos a hacer una historia de la mo­neda, desde la semilla de cacao al euro, ni vamos a meternos en disquisiciones filosóficas o morales respecto a la nece­sidad de la moneda. La moneda existe y existe porque es necesaria. Lo que sí que vamos a hacer, porque es un tema funda­mental para este artículo, es dar una definición clara de la moneda: la mone­da es una unidad de medida conven­cional, para calcular equivalencias entre el valor de las diferentes mer­cancías. Quédese el lector con esta defi­nición, porque es vital para la tesis que sostendremos más adelante: la inflación no sólo no es un mal necesario e inevita­ble, sino que es un fenómeno provoca­do; para «desinflar» nuestros bolsillos e «inflar» los de los magnates; quizás por eso la llamen «inflación». Por ahora lo importante es que se quede el lector con esto: la moneda es una unidad de medi­da exactamente igual que el litro, el kilo o el metro; y al igual que el kilo, el litro o el metro, necesita ser un patrón estable para cumplir con su función. De igual forma que ni los kilos adelgazan ni los metros encogen, las unidades monetarias tampoco deberían ser susceptibles de cambio.

En un principio, la moneda tenía un valor intrínseco; una pieza de oro, valía el oro que contenía. Cuando hicieron falta más monedas que el oro que había disponible, se comenzó a acuñar mone­das aleando el oro con otros metales, o rebajando su peso pero manteniendo el valor nominal; se habían inventado así los fenómenos «inflacionistas». Cuando, por la evolución del mercado, la mone­da con valor intrínseco resultó incómoda e insuficiente, se comenzó a imprimir billetes con respaldo en oro; es decir, se pasó a la moneda con valor simbólico (un papel no vale nada, pero que tiene un equivalente en oro guardado en algu­na parte). Es el caso por ejemplo de los antiguos billetes de mil pesetas en los que se leía: «El Banco de España pagará al portador MIL pesetas», ignoro si al­gún crédulo fue o no alguna vez al Ban­co de España con la intención de retirar sus mil pesetas-oro; pero si lo hubiera hecho, no lo hubiera conseguido, porque para cuando esos billetes dejaron de circular, el Banco de España no tenía ni por asomo la cantidad de pesetas oro necesaria para respaldar los billetes en circulación[1]. Tras el patrón oro, se pasó al patrón dólar. Ya que no tenemos sufi­ciente oro para respaldar nuestra moneda, tendremos una reserva equivalente de dólares, y que sea el dólar la moneda convertible en oro. Este paso se dio al final de la Segunda Guerra Mundial. Pero la solución sólo duró hasta 1971; desde entonces, la moneda ya no tiene valor intrínseco ni valor simbólico; ya sólo tiene valor fantasma. De todas for­mas, hoy por hoy, la moneda digamos física (monedas y billetes) no representa más que un diez por ciento del dinero en circulación; el resto (cheques, dinero electrónico, transferencias, anotaciones en cuentas, etc.) es dinero creado por la banca. A esto volveremos más adelante.

Antes de continuar, y a riesgo de caer en herejía, quisiéramos hacer un inciso más sobre la moneda: el dinero no vale nada en sí mismo. Corno ya hemos explicado, ni el papel moneda, ni mucho menos los activos bancarios, tienen ningún valor por sí solos ni repre­sentan nada más que una unidad de me­dida. Un coche, un televisor o una galli­na, tienen algún valor concreto, sirven para algo y se pueden usar, prestar o intercambiar. El dinero no. Una chaque­ta abriga, un coche nos transporta, una gallina pone huevos, un tractor sirve para trabajar la tierra. El dinero ni abri­ga, ni alimenta, ni pone huevos[2], ni trabaja la tierra; en sí mismo es inútil. Sólo sirve como unidad de medida del valor de las cosas; como medio de inter­cambio; pero nada más.

Economía real y economía finan­ciera.

Existe una economía real, la que maneja y más o menos entiende el ciu­dadano; y una economía ficticia llamada economía financiera, la de los balances, movimientos y operaciones bursátiles, que es completamente inasequible al ciudadano.

La economía real, crea riqueza, per­mite el intercambio fluido de mercancías y en definitiva, cumple más o menos bien con las funciones propias de la eco­nomía. En cuanto a la economía finan­ciera, se basa totalmente en la especula­ción; en movimientos de fondos de in­versión y de acciones que nada tienen que ver con el valor real de las empresas a las que representan.

Lo malo de que coexistan estas dos economías, es que la economía financie­ra, vampiriza a la economía real provo­cando los desequilibrios clásicos del mercado. La economía financiera, es un globo sobre inflado, que carece de nin­guna base de riqueza real, de forma que ha de expoliar a la economía real para convertir los «castillos en el aire» que crea, en activos de verdad.

Según Maurice Aliáis, premio Nobel de Economía en el año 1988, cada día, pasan de una mano a otra nada menos que 420.000 millones de dólares; lo que contrasta con las necesidades reales del mercado que son de 12.400 millones. Es este flujo de dinero «fantasma», el que crea las grandes fortunas, y el culpa­ble del desequilibrio de la economía real.

Los prestidigitadores de la economía financiera, ocultan sus manejos tras un lenguaje oscuro y farragoso, un lenguaje que ni el pueblo ni los políticos com­prenden, y que tras activos y balances, productos financieros y tendencias de los mercados, esconden un imperio que el pueblo no entiende y del que por tanto no puede descubrir la falsedad.

Pero lo cierto es que, al final, aquello que es de sentido común es comprensi­ble por la generalidad de las personas con un mínimo de cultura; y lo que cual­quiera entiende es que a un movimiento de capitales, le tiene que acompañar siempre un movimiento de mercancías o servicios equivalente; y si no, es que algo raro pasa. Tal divorcio entre econo­mía real y economía financiera, digan lo que digan, no es normal. Cuando el noventa por ciento (y no me lo invento) de los movimientos financieros que cada día se producen en el mundo no corresponde a una transacción real (entendiendo por ésta una compra-venta de mercancías o una prestación de servi­cios) es que algo muy raro pasa.

No es ningún secreto, por ejemplo, que la mayor parte de los países subdesarrollados, en los que la población inclu­so padece hambre, son grandes exporta­dores de algunos productos (a veces, como en el caso de Brasil, hasta de pro­ductos alimenticios) Esto nos desvela un grave divorcio entre la economía finan­ciera, que interesa al sistema estimular en esos países, y la economía real que queda desatendida, pese a que es la eco­nomía real la que da de comer a la po­blación. Este expolio que bajo el eufe­mismo de «cooperación internacional» se lleva a cabo en los países del llamado Tercer Mundo, es una de las causas de la

extrema pobreza de estos países. SÍ se les permitiera volver a una economía de subsistencia; que ciertamente no hace multimillonarios pero tampoco guerras, y asegura una alimentación suficiente a la población, podría en unos años erradi­carse el hambre en dichos países.

Es notorio cómo los magos de las finanzas, que lo saben todo de valores y balances, de activos y de capitales; no tienen ni idea de producción ni de em­pleo.

¿Y todo esto a que lleva? Pues a que, como decía un conocido slogan de los años 80, no es que el sistema esté en crisis; es que la crisis es el sistema.

La economía financiera, se convierte en causa de crisis permanente para la economía real; por la sencilla razón de que le impide cumplir con su función normal de servicio a la sociedad. La gran economía, se ha divorciado de la realidad dejándose arrastrar por una lo­cura de activos y porcentajes, de subidas y bajadas que nada tienen que ver con la economía real y la capacidad para pro­ducir riqueza.

La banca.

No podíamos hacer un artículo sobre economía, sin tocar uno de los pilares centrales del sistema: la banca.

El público piensa que la banca admi­te dinero abriendo cuentas corrientes o de ahorro, pagando por este dinero un interés, y que más tarde, presta este di­nero a un interés más alto. El beneficio de la banca, según cree el común de los mortales, proviene de la diferencia entre el interés que paga y el interés que co­bra. Lo que gran parte del público igno­ra, es que la banca presta no sólo el di­nero que tiene, sino que de hecho, crea dinero de la nada para prestarlo después; es lo que en economía se conoce como «factor de multiplicación bancario» y que obliga a la banca a tener en depósi­to, sólo el diez por ciento del dinero que presta; o lo que es lo mismo; por cada cien euros que tiene el banco en reali­dad, puede prestar hasta mil basándose en que como máximo el diez por ciento de las operaciones de sus clientes es harán en metálico; el resto se realizarán de forma electrónica o a través de che­ques.

Lo grave de este «factor de multipli­cación bancario», no es que la banca preste un dinero que no es suyo, ni que preste un dinero que ni siquiera tiene; tampoco que la banca preste un dinero que ni siquiera existe; lo grave de todo esto son los efectos inflacionarios que este dinero inventado produce sobre el dinero real; porque dado que el dinero «imaginario» credo por la banca se com­porta como moneda de verdad, de hecho, devalúa la moneda real, precisa­mente porque pone en circulación más dinero del que debería haber.

No nos vamos a extender en los en­tresijos del negocio bancario, porque no es el objetivo del presente artículo; pero sí en sus implicaciones más preocupan­tes. Ya hemos apuntado la de la devalua­ción de la moneda real, pero ésta no es la única ni la más grave. El tema se complica, cuando entran en juego los bancos centrales.

Los bancos centrales, son, por decir­lo de alguna forma, los bancos de los bancos. Ejercen una función de control sobre los bancos; pero ejercen también otra función: son los bancos del Estado. Un error en el que se encuentra la mayor parte de la ciudadanía, es pensar que los bancos centrales son organismos estata­les, cuando en realidad se trata de em­presas privadas. El banco de España, funciona con total independencia del gobierno desde el 1 de enero de 1991; es decir, que el Estado ha abdicado de cual­quier control sobre la emisión de mone­da en beneficio de entidades privadas; de forma que sin ningún control sobre la circulación de moneda, el Estado carece de cualquier capacidad para actuar sobre temas tan cruciales como la economía y el empleo de los que tanto discuten los políticos.

Con todo lo dicho, ya irá imaginando el lector, hacia donde cae el poder real en el sistema liberal-capitalista; El Esta­do, pide el dinero que necesita para sus presupuestos al banco central, quien se lo presta a interés. Al conceder el crédito al estado, el banco central pone en cir­culación dinero ficticio (no monedas y billetes) agravando el proceso inflacio­nario. El Estado, para reducir la infla­ción (cantidad de dinero en circulación que no corresponde a bienes reales) ha de poner en marcha toda una serie de mecanismos (aumento de tipos de inte­rés, aumento de reservas obligatorias, impuestos, bonos del estado, etc.) que tienen repercusiones indirectas en diver­sas variables económicas (precios, em­pleo, inversiones, etc.) sobre las que a menudo no tiene control (aquí nos en­contramos de nuevo, al bueno del minis­tro intentando mantener el equilibrio sobre el balón de playa económico).

Pero no acaba aquí la cosa: La banca asume la mayor parte de la financiación de los partidos políticos; es decir, que controla el sistema electoral. Según el tribunal de cuentas, el PSOE debía en 1999 a la banca 56.454.111 euros; el PP 15.772.186; el PNV 14.182.613; Iz­quierda Unida 9.795.291; CiU, 4.160.512; ERC, 5.617.271...,[3] y así podríamos seguir. Con lo dicho, no nos extraña que el tema del control y la creación del dinero, nunca aparezca en los programas electorales de los partidos políticos. Ahora ya puede apostar quién ganará las próximas elecciones: ¡Las ganará la banca!

Así es y así será mientras que el mo­delo económico, permita que los poderes fácticos se sobrepongan a los legales. De esta forma los poderes fácticos mantie­nen sus privilegios independientemente de quien haya en el gobierno; porque por supuesto, el sistema capitalista no permitirá jamás que un poder opuesto a sus intereses alcance una cuota de poder respetable. Y aunque lo lograra, dado que el país está ya hipotecado a la deuda pública, poco podría hacer un espacio como España frente al poder de la banca internacional. Los espacios geopolíticos de los Estados-Nación europeos han de ser superados; son demasiado grandes para una economía doméstica y dema­siado pequeños para enfrentarse a la finanza internacional. Sólo un espacio común europeo haría posible librar al pueblo del interés del dinero. Todos los manuales de economía financiera, explican estos procesos bancarios con detalle. Lo sorprendente (o no) es que ninguno de ellos entre a valorar la dudosa morali­dad de los manejos del sistema bancario.

 

El sistema y la cultura.

Lo mismo podemos decir del mundo de la cultura. Agencias de noticias, cade­nas de televisión, productoras de cine, editoriales; todas necesitan recurrir a la banca para desarrollar sus negocios y en consecuencia todas carecen de indepen­dencia real. La cultura hoy por hoy está pues al servicio del sistema.

Se promueven debates, se permiten ciertas «disidencias» todo para dar una impresión de libertad; de diversidad de opiniones; Pero al igual que ocurre en la política, la libertad no consiste en poder elegir entre un abanico más o menos amplio de opciones; la verdadera liber­tad radica en poder crear opciones nue­vas; y eso es lo que no se permite desde el sistema.

Constantemente, la opinión pública está sometida a un sofocante bombardeo de ideas que anulan la capacidad de libre decisión. La libertad de opinión, pasa por el derecho a la no manipulación; pero los medios de comunicación, están diseñados para bombardear al público con una serie de «ideas fuerza» con el objetivo de crear opinión favorable, con­senso y aprobación.

No se puede tomar en serio un deba­te, por ejemplo, en e¡ que de entrada ya se sabe quién es «el malo» antes de que acabe la rueda de presentaciones. No se puede hablar de libertad de opinión cuando diariamente se transmite al público la idea de que ciertas opiniones son nocivas o equivocadas; cuando en cuanto algún personaje opina diferente se le echan encima y/o desaparece de las pantallas por una larga, larguísima tem­porada.

Los medios de comunicación de ma­sas no son sino un instrumento de adoc­trinamiento al servicio del sistema.

 

¿Es posible un modelo económico diferente?

 

A nadie se le escapa que el hecho de que el Estado tenga que pedir prestados los fondos para sus presupuestos, supo­ne un modelo necesariamente inflacio­nario. Los expertos en economía, se llevan las manos a la cabeza siempre que se les propone que, en lugar de tener que pedir crédito tras crédito, el control de la creación de moneda, vuelva al Es­tado; que sea el Estado quien directa­mente cree los fondos que necesita en lugar de pedirlos al banco central. Inme­diatamente los expertos señalan que dicho modelo sería altamente inflaciona­rio. No vamos a negar, que el Estado, al poner en circulación más dinero, pudiera provocar una baja del valor del que ya existe en circulación; pero dado que no tendría que abonar ningún interés por ese dinero, el modelo de control estatal de la moneda, sería menos inflacionario que el actual, por lo menos en el mon­tante de los intereses que genera el dine­ro bancario.

Por otra parte, si, como hemos dicho anteriormente, la moneda no es más que una unidad de medida, su valor no tiene necesariamente que depender de la can­tidad de dinero existente siempre que esta cantidad no se aleje mucho de la riqueza total de la nación; que es lo que la moneda representa (o debería repre­sentar).

El valor de la moneda, no tiene por qué ser fluctuante, como no lo es la lon­gitud del centímetro o el peso del kilo, siempre que no se convierta la moneda en una mercancía susceptible ella misma de compra y venta,

La capacidad de creación de moneda ha de volver al Estado y SÓLO al Esta­do. Ni los bancos centrales ni la banca privada (aunque no olvidemos que los bancos centrales también son banca pri­vada) deben tener capacidad para crear moneda ni para multiplicar créditos. Si todo el dinero que va a parar a la banca

por medio de la creación artificial de dinero, fuese a parar al Estado, no serían necesarios los impuestos ni directos ni indirectos.

La única posibilidad de que el mons­truo del mammonismo no devore la li­bertad; la única posibilidad de una de­mocracia real, pasa por el control estric­to de la creación de moneda; pues es la creación de moneda, un poder muy su­perior a los estados y a los ejércitos. Control e igualdad en la financiación privada de los partidos; transparencia en las cuentas de los partidos y de quienes ocupen cargos públicos antes y después de su mandato; igualdad en el uso de la publicidad pública y privada son condi­ciones indispensables para sanear nues­tro sistema electoral.

Para conseguir una sociedad más justa, es necesario proteger el derecho al trabajo pero también el derecho al con­sumo, protegiendo los precios de las burbujas financieras; derecho al consu­mo significa derecho a disponer del di­nero suficiente para pagar lo necesario para una existencia digna. Proteger el derecho al consumo significa también, proteger el valor de la moneda de las fluctuaciones de inflación - deflación.

Cada cambio político, cada guerra en un país remoto, afecta a las bolsas de todo el mundo casi siempre a la baja. «El dinero es asustadizo», nos advierten cada vez que algo se mueve en el mun­do. Hay mucho de amenaza en esta fra­se. La estrategia del sistema es fomentar la idea de que todo va bien; o en todo caso va lo mejor que puede ir; y que cualquier veleidad de cambio, puede arrastrarnos a una crisis de proporciones bíblicas que traiga a nuestros hogares el paro y la miseria. Éste es el mensaje que nos llega a diario de forma sutil; «no toques nada; el equilibrio económico es muy frágil y cualquier aventura de cam­bio nos puede llevar a la ruina». Este mensaje, tan cómodo para el sistema, provoca en la población una situación de conformismo en la que el pueblo prefie­re proteger con su silencio sus pequeños ahorros mientras otros ganan miles de millones a costa suya. No nos engañe­mos, sólo una crisis lo suficientemente fuerte, es capaz de despertar los bolsi­llos, si no las conciencias, de los ciuda­danos, y que éstos apuesten decidida­mente por un cambio en el sistema.

Y sin embargo, la superación de las crisis no puede venir sino de un cambio radical del sistema político y económico. Un sistema no puede ser al mismo tiem­po causa y solución de sus problemas. El capitalismo no puede generar desde dentro la solución a las crisis y a las injusticias, porque él mismo ES la causa de tales crisis y de tales injusticias. Para operar los cambios necesarios, el capita­lismo debería dejar de ser lo que es; en cuyo caso el sistema resultante sería un sistema diferente regido por normas diferentes; pero del actual estado de las cosas, con las regías del juego vigentes, es imposible superar la crisis del capita­lismo.

 

¿Qué nos ha pasado?

El sistema corrupto y corruptor, ha sembrado la codicia en el corazón de los europeos. Trabajamos más y más horas para ganar más y mantener un nivel de vida elevado. Nos pasamos horas vigi­lando la evolución de las acciones o de los fondos donde hemos invertido nues­tros ahorros. Invertimos cada vez más tiempo haciendo cábalas sobre cómo sacarle más rentabilidad a nuestro dine­ro, sin percatarnos de que por muy bien que lo hagamos, el banco siempre lo hará mejor; y que por mucho que gane­mos de los intereses, el interés del dine­ro, a la larga nos gana siempre más a nosotros vía inflación, impuestos e hipo­tecas. ¿No se ha parado a pensar alguna vez si no saldría Vd. ganando si su dine­ro no diera intereses pero tampoco los «cobrase»? ¿Si no existiera la rentabili­dad pero tampoco la usura, los impues­tos ni la inflación?[4]

¿Qué nos ha pasado? La avaricia lo invade todo en nuestro mundo en ruinas. Trabajamos cada vez más y más y con­sumimos cada vez más y más; ambas cosas compulsivamente, irracionalmen­te.

En la Antigüedad, los hombres li­bres, guerreaban, conquistaban, filosofa­ban, gobernaban, investigaban, creaban, construían, se reunían, se dedicaban a las artes o a la cultura, a la ciencia, a la religión o al deporte, pero todo sin áni­mo de lucro. El hombre clásico, distin­guía perfectamente entre el ocio y el negocio; y el primero era indudablemen­te, indiscutiblemente superior al segun­do (claro que el ocio de los antiguos nada tenía que ver con las pobres dis­tracciones del pequeño burgués actual).

En la actualidad, los avances de la técnica permiten mantener una econo­mía saludable sin que todos los ciudada­nos se dediquen a la producción; y sin que lo hagan en jornadas de 40 horas. Jornadas de 20 ó 30 horas, son hoy más que suficientes para producir todo lo necesario para una sociedad moderna pero equilibrada. Una mentalidad que valore el espíritu humano, el arte, la cultura y el contacto con el medio natu­ral por encima del necio «ganar, ganar y ganar» nos liberaría del círculo vicioso producir - consumir - producir en el que estamos inmersos. Es posible que así la población tuviera menos posesiones: pero desde luego, no sería pobre; y sobre todo, no sería espiritualmente pobre. Es un hecho, que a medida que ha «progresado» la civilización, las necesi­dades han crecido y en la misma propor­ción ha disminuido el tiempo disponible para disfrutar del supuestamente mejor nivel de vida. Ni la capacidad humana, ni el medio natural pueden soportar un sistema de necesidades siempre crecien­tes. ¿Qué ocurrirá si continúa así el nivel de progresión? Quizás lleguemos al ab­surdo de un sistema de necesidades ma­teriales infinitas y de pobreza espiritual y social infinita también. ¿Seremos ca­paces de detener esta loca rueda, o se alzarán en el futuro altares al beneficio y será el mammonismo la religión oficial en el triste Occidente del futuro?

 

Europae



[1] De hecho, de los últimos billetes de mil pesetas que circularon antes de la entrada en vigor del euro, había desapa­recido como por arte de magia la famosa frasecita.

 

[2] Para los ilusos que crean que el dinero bien invertido «pone» intereses, más adelante le demostraremos que el interés bancario es un engañabobos con el que la banca no llega ni siquiera a paliar la inflación que sus operaciones provocan. Diariamente caemos en el engaño de: «te pongo dos caramelos en el bolsillo izquierdo y, aprovechando el descuido te saco tres del derecho».

 

[3] Nótese cómo el paralelismo entre la deuda y los votos que suele conseguir cada partido, es casi exacto.

 

[4] . El tan conocido argumento oficial de que es necesario pagar impuestos para construir carreteras, escuelas y hos­pitales, es absolutamente falaz. Los im­puestos se emplean en pagar la deuda, y son hijos de esa deuda. Después de más de 30 años de IRPF, si los impuestos se dedicaran a lo que dice el gobierno, no sabríamos qué hacer con tantos hospita­les, carreteras y escuelas.

 

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