La presencia germánica en Castilla.
«Huar ik im, midzani ik im, dzar is ains Gutiksland»
(Allí donde yo esté, mientras yo esté, eso es una tierra goda) Aforismo visigodo
«Llevo a Castilla en la planta de mis pies»
Rodrigo Díaz de Vivar
«Buscaba celtas... y encontré germanos»
Miguel Serrano
Ruy Díaz ha salido de Valencia junto a sus gentes de armas. Se dirige al encuentro de Alfonso, rey de Castilla. Cuando ambos hombres de divisan, Rodrigo se adelanta junto a quince de sus caballeros y descabalga. El Poema narra la escena que se desarrolla a continuación: «...el que en buen ora naçió; / los inojos e las manos en tierra los fincó / las yerbas del campo a dientes las tomó»(1). El gesto ritual germánico que ejecuta Rodrigo Díaz, un gesto de aceptación de la superioridad jerárquica del monarca, es comprendido y celebrado por todos los presentes. Un caballero germano reconocía como su señor a un rey germano ante una corte germana y una Gefolge de guerreros germanos que regresaban del exilio. Visigodos. Tales eran y por tales se tenían.
La conciencia gótica de los pueblos de los diferentes reinos de España es una constante que casi ha llegado a nuestros días. Saavedra Fajardo redactó su Corona Gótica, castellana y austriaca con el fin de ofrecer argumentos para una alianza entre dos naciones pobladas por godos: Suecia y la España de los Austrias. Mucho antes, en el siglo XIII, Jiménez de Rada comenzaba su narración de los avatares de la historia castellana, que tituló Historia Gótica, con la salida de los godos de la «Isla de Scania». Esta conciencia se ha reflejado en diversos elementos socioculturales, comunes al conjunto de España, pero especialmente característicos de la sociedad castellana. En realidad, la percepción que ésta tuvo de sí misma es un hecho que habla por sí solo de una presencia efectiva del elemento germánico en ella. Un reciente estudio sobre algunos aspectos del «goticismo», discutible quizá en algunos extremos, puede verse en Stallaert (1998).
El Occidente europeo sufrió una trasformación profunda a causa de las invasiones germánicas que sellan el final del Imperio de Roma. Estructuras político-sociales caracterizadas por la mentalidad y el derecho germánicos se levantan sobre las ruinas de las antiguas provincias occidentales. En Hispania, tras muchas vicisitudes, los visigodos, se hacen con la práctica totalidad de la Península. Su reino caerá el 711 por efecto de las armas musulmanas y de la miopía política. Es historia conocida.
Desde el mismo momento en el que la ciencia histórica se enfrasca en el estudio de los reinos cristianos altomedievales la presencia en todos los ámbitos de la vida de rasgos de origen germánico hizo evidente que no se había producido ninguna cesura importante entre el reino godo y las nuevas estructuras septentrionales. El acuerdo entre los historiadores sobre esta cuestión era general, sólo se discutía sobre cuestiones de detalle. Sin embargo, en la década de los 70, dos medievalistas, Abilio Barbero y Marcelo Vigil, publicaron una serie de trabajos, entre ellos los más conocidos son los publicados en 1974 y en 1979, sobre el fin del mundo visigodo y los inicios de los primeros núcleos de resistencia cristiana en el norte astur-cántabro. Su tesis, que gozó de un éxito inmediato, en realidad por razones más bien extra-académicas como subraya García Moreno en la introducción al libro de Novo Guisán (1992), sostenía, entre diferentes cuestiones, que astures, y cántabros jamás fueron sometidos por los visigodos y que tras la desaparición como poder dominante en la península de estos últimos se formarían núcleos de resistencia de tradición indígena al poder islámico. Esta tesis, que como hemos dicho gozó de mucho predicamento, está hoy totalmente desechada. Los trabajos de Besga Marroquín (1983) y Novo Guisán, antes mencionado, han supuesto su carta de defunción. Los godos conquistaron el norte y crearon allí los ducados de Cantabria y Asturias. Del primero nos informan, por ejemplo la Crónica Albeldense o la redacción rotense de la Crónica de Alfonso III. Del segundo las fuentes son más antiguas: el Cosmógrafo de Rávena o San Valerio del Bierzo. Por otra parte, el registro arqueológico testimonia una notable presencia visigoda en la región astur-cántabra durante los siglos de existencia del Reino de Toledo: de necrópolis a cecas (Pésicos), de restos arquitectónicos a las típicas pizarras visigóticas, el registro nos habla de la presencia goda. Territorios controlados políticamente por la aristocracia visigoda, Asturias y Cantabria sirvieron de refugio a millares de germanos que subían no sólo desde los Campi Gothorum (Sánchez Albornoz calculó un primer asentamiento en estas llanuras de unos 60.000 germanos), sino desde todo el desaparecido reino: «… los hispa hispanovisigodos dirigiéndose fugitivos a las montañas sucumben de hambre» podemos leer en la Continuatio hispana del 754 o también en la Crónica de Alfonso III ya mencionada «entre los godos que no perecieron por la espada o de hambre, una parte se acogió a Francia, pero la mayoría se refugió en esta patria de los asturianos». Las fuentes musulmanas (Al Razi, el Ajbar Ma^ymu’a, Ibn’Idari, etc.) narran los mismos acontecimientos. Los numerosos hidalgos de la zona en la Edad Moderna, sucesores a través de los infanzones, de los filii primatum visigodos; la toponimia, tanto en su aspecto positivo, que prueba inmigraciones colectivas, como en el negativo, que explica la desaparición de topónimos germánicos en el valle del Duero; la temprana presencia de nombres godos y la pronta aparición en la región de instituciones de estirpe germánica, sólo explicables a través de la inmigración visigoda, son los argumentos clásicos que para Sánchez Albornoz (1966, 152-154) avalan la realidad de la migración gótica hacia el norte. Allí los godos reconstruirán sus estructuras políticas según sus usos tradicionales.
Efectivamente, el proceso reconquistador y repoblador que se inicia en el lado septentrional de los montes expande un ente político esencialmente germánico y un pueblo étnicamente germanizado. El reino ovetense pronto recrea las instituciones políticas de la desaparecida corte toledana, en el ámbito de lo ideológico, lo institucional y lo «espacial»: Bango Torviso (1992, 303-4) escribe acerca de la arquitectura «prerrománica astur»: «En líneas generales, se puede afirmar que los espacios arquitectónicos de los edificios y los aspectos sociales que explican su funcionalidad son los mismos que se codificaron en el arte tardo-romano de la Hispania gobernada por los reyes godos de Toledo. Es en este sentido que prefiero hablar más unitariamente del arte medieval prerrománico y considerarlo, como he hecho en alguno de mis últimos trabajos, como la prolongación del ordo gothorum. Esta tradición no se agotará hasta que sea suplantada por el arte románico».
El pequeño núcleo neogótico pronto se estabiliza y comienza el lento regreso hacia el sur de las espadas y los arados germánicos. Escribe Sánchez Albornoz (1978, 48): «Es notorio que la repoblación de la zona portuguesa se hizo por gallegos, suevo-godos y algunos mozárabes; que el reino de León se pobló por astures, algunos godos, algunos gallegos y muchos mozárabes. Y que repoblaron la Castilla condal, vasco-cantábricos, las masas godas refugiadas al norte de los montes y un puñado de mozárabes. La toponimia y el habla de cada una de estas regiones comprueban esas realidades». Sólo indicaremos que hay común acuerdo en el goticismo de los mozárabes que migran hacia el norte, de lo que hay abundantes testimonios en las fuentes musulmanas, y en el carácter germánico, atestiguado por la antroponimia, de muchos repobladores «gallegos» y «asturianos».
No obstante, ¿Qué hombres y qué tipo de sociedad son los que se están expandiendo sobre las tierras que se extienden desde las costas del Cantábrico hasta el Duero? En realidad, todos y cada uno de los elementos políticos, sociales y culturales que aparecen ante nuestros ojos nos remiten al inmediato pasado visigodo.
Frente a algunas sugestiones en contra, la investigación antropológica ha determinado de forma incontestable el carácter nórdico de las poblaciones góticas asentadas en la meseta. Escribe Ilse Schwidetzky (1957, 160, 161): «No obstante, en función del material de que disponemos puede concluirse: los visigodos hispánicos, cuyos restos se nos han conservado en los cementerios de Castilla, presentan el mismo carácter antropológico que las poblaciones germánicas de los Reihengräber (sepulturas en hileras) de la Europa central y nórdica y que la población del territorio de origen gótico. A primera vista esta conclusión podría parecer sorprendente. Pero tras un examen más atento, no está en ningún modo en contradicción con la historia del pueblo visigodo». En una muy detallada investigación posterior, Varela (1974-5) llega a una conclusión semejante; en las páginas 152-3 podemos leer: «...se comprueba que el tipo más frecuente en las necrópolis visigodas es el nórdico de las sepulturas en hileras, cuya proporción es del 56,50 % (...) mediterráneo grácil el 20,76% y el cromañoide con 12,25% (...) el braquimorfo curvooccipital y el mediterráneo robusto con el 6,71% y 3, 78% respectivamente. Estos porcentajes contrastan con los obtenidos por Pons en los hispanorromanos de Tarragona, sobre todo por la ausencia de ejemplares nórdicos en la citada población»; en cuanto a las comparaciones con otros grupos afirma: «Los resultados obtenidos por este método ponen de manifiesto que los visigodos españoles se aproximan más a los grupos nórdicos que a los mediterráneos, no sólo por el grado de las desviaciones sino por el sentido de las mismas (...) las series nórdicas que muestran una mayor semejanza con los visigodos españoles son las poblaciones de Mitteldeutsche y de Südwetdeutsche». Lamentablemente, como el propio Varela señala, hacen falta estudios que valoren la trascendencia en la población española posterior de «esta importante influencia de los grupos nórdicos durante el periodo visigodo» (2). Sin embargo, es posible que el avance de la investigación nos confirme este extremo: Especialistas de la Universidad de Barcelona están estudiando sepulturas excavadas en roca de tradición visigoda halladas en el norte de Castilla datables, en principio, en los siglos VIII o IX, correspondientes a individuos de elevada estatura (Varela ha constatado que los individuos de las tumbas visigóticas presentaban una media de estatura superior, por ejemplo, a los escandinavos de aquella época). Sin embargo, sí que podemos inferir una presencia masiva del tipo nórdico en las tierras de Castilla y León durante los primeros siglos de la reconquista: numerosas miniaturas o frescos (¡San Isidoro!) nos muestran retratos de personajes de todas las clases sociales del reino con los cabellos rubios o castaños y los ojos claros; la piel es siempre clara y sonrosada. Igualmente, no son raras en los textos descripciones de personajes con estos rasgos. Y es de sobra conocido el valor que se les concedía en la sociedad castellanoleonesa. Pero no sólo esto: las fuentes musulmanas, muy detallistas a este respecto, nos retratan una población septentrional, y no sólo a la nobleza, notablemente rubia y blanca. Estas gentes no eran sino los descendientes de los nórdicos enterrados en las sepulturas visigóticas.
En cuanto a la sociedad que van forjando estos hombres, comenzaremos nuestro breve repaso citando in extenso algunos párrafos escritos por Antonio Hernández (1982, 31-5) en los que coteja la sociedad visigoda y la castellanoleonesa, en las dos vertientes cortesana y popular, resumiendo de manera clara y amena los enormes paralelismos entre «ambas» sociedades: «Los visigodos (...) no identificaron jamás la idea de pueblo (volk) con un determinado país. Primera semejanza con los castellanos que jamás identificaron a su reino con un determinado paisaje o unas características geográficas, sino con una forma de ser, de vivir, de entender la vida (...) Nunca se habló de un rex Hispaniae sino de un rex Gothorum. Este apego a la propia nacionalidad como carácter racial se manifestaba en el importante papel que desempeñaban los vínculos derivados de la comunidad de sangre. El grupo familiar y gentilicio, como después en Castilla y León, tenía una gran cohesión interna y estaba en la base de la organización política del pueblo visigodo. Comprendía a las personas descendientes por línea masculina de un mismo tronco (Sippe), lo cual suponía una unidad de intereses en sus relaciones con los miembros de otras sippes y daba a estos grupos familiares cierta entidad jurídico-pública. Esta entidad se basaba en el respeto del principio que otorgaba igualdad jurídica a todos los miembros de cada uno de ellos y que excluía toda enemistad entre los mismos, debiendo todos los componentes de la sippe vengar conjuntamente la ofensa inferida a uno de ellos por un miembro de otro grupo gentilicio. Nada más lejos del derecho romano vigente entre los hispanos desde hacía ya varios siglos, proclive a los tribunales antes que a la espada; y nada más cerca de las costumbres y normas que volveremos a ver prácticamente calcadas en León y Castilla: la hidalguía como sentimiento de ser, no sólo “hijo de sus obras”, hijo de algo, sino más bien como ser hijo de alguien, sentimiento de clan que se extiende más allá de la propia persona para alcanzar a ascendientes y descendientes, laterales y colaterales, cónyuges y criados e incluso animales y cosas. Este sentimiento de pertenecer a un tronco común al que pertenecen los que por línea paterna llevan el mismo gentilicio, comporta entre los castellanoleoneses, como entre los godos, una serie de obligaciones y modelos de conducta que llevan a ese orgullo y soberbia castellanos: venganzas, desafíos, odios que duraban generaciones enteras, enemistades familiares convertidas en verdaderas guerras de bandería, tan típicas en nuestra historia y reflejadas de modo harto elocuente en el Romancero y los Cantares de gesta (La Afrenta de Corpes, Bernardo de Carpio, Los Siete Infantes de Lara, etc.)».
«Junto a los vínculos de sangre, los vínculos de fidelidad. En virtud de ellos una persona, voluntariamente, pasaba a depender de otra, de la que recibía protección en caso de necesidad, a cambio de prestarle un juramento de fidelidad que le obliga, sin perder por ello su condición de hombre libre, a seguirle y a luchar a sus órdenes, recibiendo manutención y ropa. De esta forma los visigodos poderosos se veían rodeados de grupos de fideles que recibían el nombre germánico de gefolge o gesiende. He aquí otra costumbre seguida por los castellanos y de la cual tantos y tantos ejemplos tenemos en nuestra historia. ¿Qué otra cosa eran las mesnadas de los condes de Castilla, levantadas por todos los infanzones que les debían lealtad? Precisamente la palabra mesnada significa “los que comen pan en la mesa de su señor”».
«El órgano esencial de la vida política de los visigodos era la asamblea de hombres libres capaces de combatir (Thing o Ding); esta asamblea tenía poder judicial y en su seno se debatían todos los problemas importantes de la comunidad y a ella tenían acceso las mujeres en representación de sus maridos, padres o hijos muertos o ausentes ¿No es esto antecedente exacto de los célebres “concejos abiertos” de la Castilla condal?». Acerca de la asamblea judicial rural asturleonesa escribe Sánchez Albornoz (1978, 77-78): «¿Contribuyeron a su formación la asamblea germánica y el conventus publicus vicinorum (propio de la Hispania visigoda)? (...) creo haber demostrado que los iudices hispanogodos se hallaban asistidos por auditores o jurados, siguiendo probablemente la tradición germánica; y no es aventurado suponer que en la zona donde los godos se asentaron masivamente, con otras muchas tradiciones visigodas perduraría la costumbre de congregarse para resolver sus problemas judiciales menores (...) los emigrantes habrían llevado estas prácticas al norte en el siglo VIII y los repobladores las habrían luego llevado al valle del Duero» y más adelante «Las leyes leonesas presentan a los ciudadanos de León, pertenecientes a la nueva clase de los hombres libres que estudiamos, admitidos a pruebas judiciales de abolengo germánico y les otorgan derecho de venganza, en la España cristiana probablemente de origen visigodo. Y es precisamente en los fueros otorgados a los municipios en lo que se agruparon los hijos y los nietos de los pequeños propietarios libres asturleoneses donde Ficker e Hinojosa han encontrado huellas más claras del derecho germánico en España. Será por ello aventurado negar que entre los boni homines que la repoblación creó en el reino leonés figuraron muchas familias de sangre gótica» y «Muchos textos nos demuestran en efecto que en el concilium y ante los boni homines se hacían las donaciones y las conpra-ventas, se nombraban los ejecutores al uso germánico y se acordaba todo género de contratos» (Sánchez Albornoz 1978, 77-78; 174 y 181-182). En este ámbito del derecho los godos populares de la meseta practicaron lo que luego sería llamado por los castellanos fuero de albedrío o derecho consuetudinario, interpretado por un juez popular o mejor dicho dos: los guzmans (literalmente los “hombres buenos”) y “hombres buenos” llamarían luego los castellanos a sus jueces (los célebres “bisjueces”). Los usos jurídicos germánicos que aparecen en Castilla, repudiados por el Fuero Juzgo, una compilación esencialmente de derecho romano, eran, entre otros, la responsabilidad penal colectiva, extendida a los parientes o conciudadanos del ofensor; la venganza privada, la prenda extrajudicial y otras formas de tomarse la justicia por sí mismo, sustrayéndola a la autoridad pública; el duelo judicial; los compurgadores o conjuradores que acompañaban a quien debía justificarse mediante juramento y juraban con éste no siendo necesario el conocimiento el hecho objeto de tal justificación etc. Estos usos no aparecen sólo en la Castilla condal sino en la totalidad del Reino leonés.
Pero sigamos a Antonio Hernández en su comparación de ambas sociedades: «En cuanto a la vida familiar, los visigodos eran celosísimos guardianes del honor conyugal, no circunscrito solamente a los derechos del varón sino a los de la mujer. No es necesario aportar prueba alguna (la Historia habla) para comprobar la importancia y la gravedad de todos los asuntos relacionados con la fidelidad conyugal entre los castellanos de los primeros siglos; pundonor que, pasando por las Partidas, con terribles penas para el adulterio, llega hasta el siglo de Oro de la literatura de Castilla; recuérdese el ya proverbial “honor calderoniano” que ha llegado hasta nuestros días. La severidad de las leyes visigodas para defender la familia está bien patente: se imponía la pena de muerte por el uso o la entrega de drogas para causar el aborto. En cuanto a la aplicación del derecho de gentes, en el que Castilla y León destacarían por su humanismo, tenemos antecedentes en las disposiciones del rey Wamba en su expedición a Septimania tras la rebelión del duque Pablo, donde castigó severamente a los soldados culpables de saqueo y ultrajes y ordenó circuncidar a los violadores de mujeres».
«Por contraste, los visigodos eran extraordinariamente tolerantes en materia religiosa. Pocos pueblos han merecido mejor el calificativo de tolerantes: un visigodo fue el que increpó a Gregorio de Tours, probándole que era deber de cristianos tratar con respeto lo que para otros era objeto de veneración, incluso los ídolos de los gentiles. Mientras permanecieron en el arrianismo jamás intentaron entrometerse en los asuntos doctrinales católicos (...) Esta tolerancia es norma en todo el Reino de Castilla y León desde el siglo VIII al XIII, llegando incluso a titularse Alfonso VI y Alfonso VII como Emperadores de las Tres Religiones».
«Por lo que respecta a la organización social, los visigodos eran un pueblo de ganaderos y agricultores. Entre las clases populares del norte (la meseta), la propiedad privada apenas estaba desarrollada, no así entre las clases altas que se asentaban principalmente en la Corte de Toledo y que eran propietarias de grandes latifundios. De ahí vendría después la separación clasista (que no racial o nacional) entre leoneses y castellanos, latifundistas lo primeros y comunales los segundos, como veremos detalladamente más adelante, aunque descendientes de godos eran tanto unos como otros, en buena parte». En realidad, no podría hablarse en justicia de una frontera geográfica neta entre una Castilla popular y un León señorial: sólo cabría hablar de una mayor intensidad de la presencia de unas estructuras socioeconómicas o políticas determinadas en momentos y espacios determinados. Castilla conoció los señoríos, laicos y eclesiásticos y León muchas comunidades con instituciones comunales. Basta ojear los trabajos, ya clásicos, de Sánchez Albornoz, Julio González, Julio Valdeón, Salvador de Moxó, Emilio Mitre y tantos otros.
«La unidad económica de habitación era la aldea o marca cuyos miembros poseían colectivamente el ganado y las tierras, los cuales se sorteaban periódicamente entre los miembros de la marca para su aprovechamiento particular; sólo la casa y el huerto situado alrededor de ella eran propiedad privada y enajenable de cada uno. Los pastos, los montes y los bosques eran propiedad comunal (Allmende) y de aprovechamiento colectivo. También las faenas agrícolas se realizaban colectivamente ¿Cabe encontrar algo más parecido al sistema que luego desarrollarían los primitivos castellanos al comienzo de la Reconquista?». Sánchez Albornoz (1978, 167-72) sostiene que estos sistemas comunales de trabajo tienen su origen en coactiva de los campos de labor y de aprovechamiento colectivo de la Allmende», aludiendo a su pervivencia en algunos lugares de Castilla (Comarca de Riaño o Zamora) en el siglo XIX.
«En el orden económico, los visigodos aportaron notables mejoras en la agricultura y la ganadería en los lugares en los que se establecieron, como por ejemplo la introducción de la alcachofa, desconocida en la Hispania romana y que ellos trajeron consigo; el cultivo del manzano para la fabricación de sidra, la explotación intensiva del trigo y, por último, la mejora y aumento de la cabaña ganadera, que floreció a partir del siglo V. Se desarrolló muchísimo, en efecto, la ganadería lanar (tan importante en la economía de la primitiva Castilla y herencia directa de la economía goda popular), y nos consta el hecho de que ésta pasó a ser, precisamente en aquel momento, transhumante, abandonando su antigua categoría estabulada, única en la Hispania romana. Fundamentalmente enfocada a la producción lanar mientras que la de cerda, que también alcanzó mucho más auge que durante el periodo romano, lo estaba a la alimentación. Grandes rebaños transhumantes y cría doméstica de cerdos para consumo familiar: otra herencia que los castellanoleoneses recogieron de sus abuelos visigodos. Dedicaron al ganado caballar una especial atención por su utilidad bélica ya que todo godo libre que pudiera mantener un caballo entraba a formar parte de los cuerpos montados: un clarísimo antecedente de lo que después en Castilla se llamará caballería villana».
Estos sencillos apuntes delinean, efectivamente, una transición sin solución de continuidad entre las comunidades visigodas y el pueblo castellanoleonés. Pero son más y de diferente orden los testimonios que encontramos de la presencia germánica. La arqueología nos habla de la pervivencia de estilos en artes menores, de la perpetuación de costumbres funerarias o de los estilos arquitectónicos: el ya mencionado arte asturiano, las iglesias rupestres (aunque éste es un tema espinoso) o la posible datación posterior a la conquista musulmana de algunas iglesias visigodas.
Por su parte, la diplomática documenta un gran predominio de la antroponimia germánica entre los castellanos y leoneses de los primeros siglos: alrededor del 50% de patronímicos reflejados en documentos civiles, subiendo hasta el 90% en las clases altas, siendo harto sabido que sólo a personas de origen germánico se les daba un nombre de ese tipo, aunque los de origen latino, griego, etc., podían corresponder en muchos casos a germanos (son numerosos los documentos en los que se especifica que un godo con nombre germánico es conocido también por otro latino). Los documentos están firmados o mencionan a hombres de todas las clases sociales que se llaman Fredenando, Godosteo, Soario, Ruderig, Sinderedus, Gundisalvus, Ulfilas, Ibbas, Uldila, Sisbert, Segga, Granista, Wildigern, Liuva, Argimund, Froga, Afrila, Guldimir, Ricimir, Akhila, Sintharius, Geila, Floresindus, Gudiscalcus, Ranosindus, Argebald, Gundefred, Eldigis, Wiliesind, Waldemir, Recaulfo, Idulfo, Ervigio, Favila, Fruela o a Alonso, Alvaro, Bermudo, Gonzalo, Guerra, Guardia, Ramiro Manrique... pero también a Ermenesinda, Elvira, Urraca, Matilde, Benilde, Alodia, Berenguela, Brunequilda, Gasuinda, Ingundis, Goisvinda, Gosuinda, Hiduarens, Ringuntis, Ermenberga, Hildoara, Hilda, Liuvigoto, Teudigoto, Cixilo, Egilo, Ello, Elduara, Giselawara, Monnia, Ginta, Glarea, Adergoto, Anderquina, Guntroda, Flagina, Argilo, Gutina... nombres visigodos de infanzones, campesinos, iudices o monjes.
Pero la documentación diplomática ofrece una información sobre la presencia visigoda en el origen de Castilla o León de tal magnitud que apenas podría describirse. Un botón de muestra: Los títulos de infanzonía que se concedían desde la corte de Oviedo a los descendientes de los filii primatum visigodos, condes de las ciudades o jefes de marcas o aldeas de Tierra de Campos, son, por ejemplo, muy numerosos en la Castilla condal. En tiempos de García Fernández unos 600. Siendo los infanzones un grupo minoritario entre los godos podemos hacernos una idea de la importancia del elemento visigodo en la pequeña Castilla de ese momento.
La toponimia nos ofrece una enorme cantidad de nombres de poblaciones que denotan un origen etimológico gótico formados a partir de los términos burg, godo, guz o antropónimos germánicos. Hernández (1982, 59-60) proporciona más de un centenar distribuidos por el triángulo que forman las provincias de Santander, Salamanca y Soria. Frente a este número, por ejemplo, sólo son once, y circunscritas, salvo dos excepciones, a los rincones nororientales de las provincias de Burgos y Palencia, las poblaciones que por su nombre delatan el origen vascón de sus repobladores. No obstante, la toponimia y la antroponimia documentan la presencia de cierto número de elementos vasco-navarros (esencialmente navarros) en la Extremadura castellanoleonesa (grosso modo las tierras al sur del Duero hasta las sierras) concentrados especialmente en la provincia de Ávila. Véase por ejemplo Villar (1986, 103-116). Sin embargo, su número es en verdad pequeño, y en él se incluyen además los de origen riojano, resultando discutible la adscripción vascona de algunos de ellos.
En otro campo Hernández nos proporciona una interesante indicación relativa a las danzas de espadas o del paloteo, muy comunes en las tierras castellanas, especialmente en la septentrionales, y que para etnólogos alemanes (Hernández 1982, 65-66 y notas 16, 17 y 18) serían danzas germánicas de carácter guerrero, idénticas a las que aún se conservan en las islas de Frisia y de Islandia y cuya preservación entre las comunidades rurales visigodas y castellanoleonesas es lógica por razones sociales y culturales y que resulta imposible por razones de la misma naturaleza que fueran patrimonio de los pueblos célticos del norte peninsular.
Pero uno de los elementos culturales en los que se hace más visible la huella germánica es en la épica. Los cantares de gesta son, en verdad, cánticos guerreros y leyendas tradicionales góticas. Se sabe que se cantaban ya en el siglo IX. Cantos heroicos tradicionales pertenecientes a un pueblo nuevo. En realidad, cantos tradicionales pertenecientes a un pueblo antiguo, el godo, que perdura en sus descendientes biológicos castellanos y leoneses. Estos cantos narran las hazañas de los héroes antiguos y de los presentes. Se recuerdan los antiguos: los Carmina Maiorum de los que habla San Isidoro (Menéndez Pidal 1969, 26-27) y se componen otros siguiendo patrones semejantes. Escribe Menéndez Pidal (1974, 19 y ss.) «...conviene suponer para la épica castellana esos mismos orígenes germánicos (que la épica francesa) (...) Tácito nos habla de antiguos cantos de los germanos que servían de historia y de anales al pueblo, y nos indica dos asuntos de ellos: unos celebran los orígenes de la raza germánica, procedente del dios Tuistón y de su hijo Mann (esto es una epopeya etnogónica); otros cantaban a Arminio, el libertador de la Germania en tiempos de Tiberio (una epopeya enteramente histórica). Más tarde, el uso de estos cantos narrativos está atestiguado respecto a varias de las razas germánicas que se establecieron en territorio del Imperio romano: lombardos, anglosajones, borgoñones y francos. Por lo que hace a los establecidos en España, la existencia de estos cantos está afirmada por testimonios diversos (...) En apoyo de este presumible entronque de la epopeya castellana con las leyendas de la edad visigoda, notaremos que la sociedad misma retratada en esa epopeya tiene un carácter fuertemente germánico que enlaza a su vez son las instituciones y costumbres de los visigodos, retoñadas en los reinos medievales. En la épica castellana el rey o señor, antes de tomar una resolución consulta a sus vasallos, clara manifestación del individualismo germánico. El duelo de los dos campeones revela el juicio de Dios, y se acude a él tanto para decidir una guerra entre dos ejércitos como para juzgar sobre la culpabilidad de un acusado. El caballero, en ocasiones, pronuncia un voto lleno de soberbia y difícil de cumplir, costumbre que proviene de un rito pagano conocido entre los germanos. La espada del caballero tiene un nombre propio que la distingue de las demás. Se cortan las faldas de la prostituta como pena infamante. El manto de una señora es, para un hombre perseguido, asilo tan inviolable como el recinto sagrado de una iglesia. Y así otros muchos usos. Pero no hablamos sólo de usos aislados. Las más significativas costumbres germánicas se constituyen como el espíritu mismo de la epopeya». Y a lo largo de varias páginas deliciosas Menéndez Pidal señala la presencia en la epopeya castellana todos los rasgos psicológicos y sociales que Tácito hace propios de los hombres del Norte: embriaguez, suciedad o pereza, pero también independencia indomable, castidad y fidelidad; su sistema de congregar la hueste o el ardor belicoso en presencia de la mujer; los consejos de los hombres de armas y el gusto por llegar tarde; la venganza obligatoria para todos los parientes y la inexistencia de perdón para el adulterio: El acto ritual infamante de desnudar a la mujer adúltera en público que Tácito describe, resuena en los versos del romancero: «Yo te cortaré las faldas por vergonzoso lugar / por cima de las rodillas un palmo y mucho más». Una valoración reciente de las ideas de Menéndez Pidal sobre el origen de la épica castellana puede verse en Millet (1998 11-28).
Pero otra aproximación al mundo de la épica nos puede revelar otros aspectos para muchos quizá inesperados. Ana Mª Jiménez Garnica llama la atención en su introducción a la traducción del Cantar de Valtario de Luis Alberto de Cuenca (Madrid 1998), poema muy relacionado con el castellano de Gaiferos, sobre la coexistencia de dos mundos en conflicto en el poema, el pagano y el cristiano. Valores de ambos mundos se contraponen y algunos de los protagonistas aparecen caracterizados con los rasgos definitorios de los grandes dioses del panteón germánico (Wotan Tiwaz..) Pero lo más notable sería, según Jiménez Garnica que «...bajo el aparente carácter profano de Waltharius, la atención se centra en el héroe y en su conflictivo proceso interno de espiritualidad, lo que es rasgo común a la épica germánica y causa de su específico carácter trágico y fatalista (...) para regresar a su patria tiene que superar una serie de disciplinas psicológicas y físicas que le capacitarán como futuro monarca». Además, Waltharius parece reunir en su persona una «síntesis trifuncional»: tras la batalla ejecuta actos rituales germánicos a divinidades correspondientes a los tres ámbitos funcionales. En definitiva, estamos ante una poesía que en palabras de Menéndez Pidal (1974, 28) tuvo «que nacer entre los descendientes de los germanos establecidos en España, los que ocuparon aquellos Campos Góticos, en cuyo límite oriental surgen las primeras manifestaciones épicas conocidas» y que, mostrando un mundo de valores germánicos, fueron quizás el refugio de una sabiduría que apenas podía transmitirse por otros medios.
Pero la herencia germánica en Castilla no se agota en los campos que hemos mencionado hasta ahora. La etnología, la antropología social, que documentan la pervivencia en el folclore y los usos sociales de ritos y costumbres de raigambre germánica, y sobre todo la lingüística son campos que no hemos abordado (salvo la mención a danzas o topónimos y antropónimos), dado que esperamos tratarlos, junto a un análisis detallado del derecho consuetudinario germánico, en un próximo trabajo.
Con todo, nuestro objetivo ha sido únicamente llamar la atención no sólo sobre lo inmenso de la huella germánica en nuestro pueblo, sino sobre todo, como alguien ha escrito ya, sobre el germanismo como «alcaloide de lo castellano», como eje, como Irminsul, alrededor del cual se despliega en todas direcciones aquello que sólo cabe definir con su propio nombre: Castilla.
Olegario de la Eras
Notas:
1.Poema de Mio Cid, Introducción y notas de Ángeles Cardona de Gibert y Joaquim Rafel Fontanals y versión modernizada de Maria Juana Ribas, 12ª edición, Barcelona 1982, pp. 288, versos 2020-2022.
2. No obstante, es preciso señalar que en los últimos decenios se ha revisado el conjunto de necrópolis atribuidas a los visigodos, eliminándose un cierto número de ellas, ya que se ha establecido su carácter tardorromano y su cronología anterior al asentamiento de los germanos, las cuales presentan un ajuar militarizante pero no son atribuibles en ningún caso a los visigodos (García Moreno 1989, 79). No sabemos en qué medida este hecho podría afectar a los porcentajes que ofrece Varela, en todo caso es posible que de aquí surgiera un aumento proporcional del tipo nórdico aunque por ahora no es posible afirmar nada con seguridad.
Referencias :
Bango Torviso, I. G.,
(1992) De la arquitectura visigoda a la arquitectura ovetense: los edificios Ovetenses en la tradición de Toledo frente a la de Aquisgrán, en Fontaine, J. y Pellistrandi, C. (eds.), L’Europe héritière de l’Espagne Wisigothique. Madrid 303-314.
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